Dylan en directo: la esencia de la vida

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“Un show de Dylan es un espectáculo irrepetible en el que la música es música y el único motivo de su existencia es ella misma. Uno va a verle para ver qué ocurre, porque nada sonará como ayer ni como mañana, es la esencia de la vida en un puñado de canciones”

 

Con motivo de su gira española, Efe Eme dedica una semana especial al genio de Minnesota, en la que no faltarán crónicas de sus directos, pero también las miradas de los colaboradores que más conocen al músico, como esta que realiza Juanjo Ordás sobre su experiencia de verle en directo.

 

 

Texto: JUANJO ORDÁS.

 

 

Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Dylan en directo. Fue en 1999 y ni siquiera pensaba acudir. Dylan me gustaba mucho pero no estaba tan metido en su obra como lo estaría poco después, por lo que su show no era una prioridad para mí. Tenía entonces diecinueve años, permitidme pues que la ignorancia e inocencia sean ingredientes de estas líneas como también lo será la iluminación. Tranquilos, hay final feliz.

Fue gracias a un amigo que me decidí a comprar la entrada. Eternamente agradecido estaré. Junto a él me planté en el Palacio de los Deportes de Madrid para contemplar al mítico Dylan. Manejaba una proporción menor de su repertorio pero eso no era escollo para el hambre musical, para presenciar el advenimiento. Y lo que ocurrió fue exactamente eso, un advenimiento. Por un lado, fue el enorme Andrés Calamaro quien ejerció de telonero con una actuación brillante en formato acústico acompañado únicamente por Guillermo Martín y Candy Caramelo. Un puto lujo. Cuando llegó el momento, las luces se apagaron y entre parpadeos lumínicos Dylan tomó el escenario junto a su banda para arrancar con una ‘Friend of the devil’ que yo jamás había escuchado pero que me cautivó. Un tipo delante de mí hacía reverencias a Bob, el público parecía hechizado y yo me daba cuenta de que aquello no era de este mundo. Algunas las conocía, otras no, pero disfruté de todas. Recuerdo lo feliz que se veía a Bob tocando ‘Highway 61’ o el ‘Not fade away’ con el que terminó, recuerdo perfectamente la energía que irradiaba su figura, era algo espiritual que me tocaba por primera vez en mi vida. Era un: “Bien, esto es esto” sin saber si quiera lo que quería decirme a mí mismo, mi mente fue un galimatías propio de una laberíntica letra de Dylan. Hoy día sigo sin poder describirlo. ¿Por qué habría de hacerlo? Yo sé de qué hablo. El show terminó, las luces se apagaron, la noche ya había caído. Llegué a casa, dormí y al día siguiente empecé a planear mi asalto a la obra de Dylan. ¿De cuánto dinero disponía para comprarme los discos que quería?, ¿cuáles estarían de oferta?, ¿en cuántos meses me habría hecho con los que tanto ansiaba?, ¿qué tal acudir al mercado de segunda mano? Fue una aventura hermosa.

La siguiente vez que me encontré con Dylan fue en Jaén, casi diez años más tarde. Sí, vivo fascinado por su obra pero solo le he visto dos veces. Tranquilos, no pasa nada. La situación era distinta y similar a la vez. Viajé con la que hoy es mi mujer –para mí ya lo era entonces también– y el telonero volvía a ser de lujo, ni más ni menos que el enorme Quique González. Aquí conseguimos mejor fila aún (¡la segunda!) aunque en el 99 le vi bastante cerca, ya manejaba su obra con soltura y placer (¡mucho placer!) y el show volvió a ser sensacional. Dylan juega con las canciones, las entona como quiere, hace de su voz un instrumento de jazz libertino y hay mucha gente que ni lo comprende, ni lo disfruta. Es respetable, cuestión de percepción. Ahora, en lo que a mí respecta un show de Dylan es un espectáculo irrepetible en el que la música es música y el único motivo de su existencia es ella misma. Uno va a verle para ver qué ocurre, porque nada sonará como ayer ni como mañana, es la esencia de la vida en un puñado de canciones. Sinceramente, creo que lo que Dylan hace en directo es un ejercicio de libertad, y para que nos libere e ilumine estamos.

Sigue en EFE EME la semana dedicada a Bob Dylan: mañana una nueva entrega.

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