Discos: “No me quiero emocionar”, de Papaya

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“No suenan a nada conocido y suenan a todo, acaparadores cual esponja de líquidos melódicos los desbordan después en canciones variadísimas, y sin embargo, por debajo, parecen haber madurado una personalidad perfectamente reconocible, descolocante para un primer disco”

papaya-13-11-15

Papaya
“No me quiero enamorar”
JABALINA

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

Papaya es algo inaudito en el pop nacional. No suenan a nada conocido y suenan a todo, acaparadores cual esponja de líquidos melódicos los desbordan después en canciones variadísimas, y sin embargo, por debajo, parecen haber madurado una personalidad perfectamente reconocible, descolocante para un primer disco. Quizás el punto de fuga sea la voz de Yanara Espinoza, canaria de ascendencia chilena, cálida y gélida a la vez, punzante y obsesiva.

Ya desde el primer momento, con ‘Cosas fascinantes y sencillas’ se permiten el lujo de mezclar el yeyé hispano con Jeanette, el esqueleto de un western de fondo y unos coros gregorianos espectrales. Y a partir de aquí toda una espiral de sonidos que juega con lo que se le pone a tiro y desembocan en brillantes soluciones. Ahí está ‘El rey de las camas’ –el single para Discos Walden ya conocido–, medio beat medio new wave, al que le falta un escalón para convertirse en saltarina; cosa que sí lo consigue ‘Obsesiones’, entrecortada y feliz, que parece una canción olvidada de Las Chinas. Recorren entonces paisajes de elegante sofisticación, a la manera de Carlos Berlanga en la medio tropical ‘Ahumar’, tonos que también se encuentran en ‘Minutos’, más eurovisiva si cabe, casi un anuncio de 2015 para relanzar la Costa Azul.

Vayamos a las oscuras, ‘El secreto’, rara y magnética, ‘No se dormirán’ con su fondo de valsecito o ‘Carne de carroña’ que a pesar de ser lóbrega se convierte en un perfecto ejercicio dance, pura pista de baile como la que reclama ‘El alimento del alma’, extrañas imágenes religiosas que empiezan en letanía y poco a poco se van abriendo. También apuestan por la sensualidad en la extraña ‘Caballo de sal’, cadenciosa y balanceante, lúbrica y balsámica, exótica con sus toques de sitar.

Si hubiera que destacar una donde se acelera, se amplía y se empasta todo el entramado es ‘Mira su fuego’, que tiene high–school de los 50, a los Dinarama más melódicos y a la música ligera italiana. Una mezcla atolondrada que inesperadamente les sale bien. Uno se queda, tras escuchar el disco, con una desacostumbrada sensación, no sabes dónde encajarte en él, es atrayente pero áspero, acogedor pero excluyente. El poder de la música que, como es su obligación, toca cosas de dentro de la piel.

 

 

Anterior crítica de discos: “Historias mínimas”, de Manolo Tarancón.

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