Dios nació en Valencia, se llama Paco Ibáñez y es anarquista

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COMBUSTIONES

«Ibáñez, un raro, refunfuñón al margen de convenciones, es uno de los artistas e intérpretes más descomunales que ha dado nuestro país»

 

Encerrado en el Nueva York que habita, la mente de Julio Valdeón vuela estos días a la obra de Paco Ibáñez, a su entraña poética, a las historias que cuentan Sabina o Raúl del Pozo y a la nostalgia de esa voz que tanto le acompañó en la infancia.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

Cumple treinta años uno de esos discos que tendría que estar en todas listas con lo mejor de siempre y del que solo nos acordamos cuatro pelados. Me refiero al extraordinario Por una canción, de Paco Ibáñez. Lo publicó en 1990. Desde el arranque con Federico García Lorca todo en esta obra huele a grandeza, a ese estado de inspiración de un creador que conjuga y enhebra lo sagrado y lo profano, el sexo y la muerte, el erotismo y la nostalgia, la melancolía y la evocación enceguecida de la mejor poesía. Su “Juventud, divino tesoro”, de Rubén Darío, asombrosa, y su monumental creación a partir de “Tus ojos me recuerdan”, de Antonio Machado, son dos composiciones a la altura de clásicos como “Andaluces de Jaén”, las “Coplas por la muerte de su padre”, “Palabras para Julia” o “La poesía es un arma cargada de futuro”. Por citar cuatro de una carrera millonaria en clásicos. Para variar, y como sucede con casi toda su obra, permanece descatalogado… después de que el propio artista lo reeditó hace unos años en su sello A Flor de Tiempo. No hay forma de encontrarlo en Spotify. Lo tienen en YouTube. Igual que su fabuloso trabajo dedicado a José Agustín Goytisolo o los tres, imprescindibles, desconocidos directos que le publicó un corsario gabacho.

Dice muy poco de nuestras disqueras que ninguna haya recogido el testigo para distribuirlo. O que no dispongamos de un cofre en condiciones. Ibáñez, un raro, refunfuñón al margen de convenciones, que estuvo donde había que estar en los días del psicópata de Ferrol, es también uno de los artistas e intérpretes más descomunales que ha dado nuestro país. Mi infancia son sus discos, y los de José Antonio Labordeta, y mi agradecimiento y admiración, infinitos. Mi amado Raúl del Pozo, que estuvo en Chile cuando la gran manifestación del Frente Popular, debajo de la tarima donde habló Salvador Allende, que cubrió desde Cabo Cañaveral de la salida del Apollo, y que describió el festival de la isla de Wight, con medio millón de hippies follando en sacos de papel, todavía recuerda los días en París, cuando aprendió a tocar la guitarra con el hermano de Paco Ibáñez y veían a Sartre en los cafés y «las habitaciones confortables e inesperadas de las burguesas amigas de España que soñaban con ser proletarias y pedían por el Barrio Latino para los mineros de Asturias». Si le preguntas a Joaquín Sabina te dirá que en las noches de bohemia, intimidad y guitarras, lo que el cuerpo pide son canciones de Paco Ibáñez.

Contaba Goytisolo que «llegó a mi casa con una guitarra. Al fin comenzó a explicar que le gustaba poner música y cantar ciertos poemas de ciertos poetas. Eso debió ser en 1968 o por ahí, no recuerdo bien… lo cierto es que al poco de charlar ya estaba cantando poemas. Me quedé asombrado: su música y su voz daban una dimensión nueva y para mí desconocida a la letra de aquellos poemas. Sus canciones, eran algo nuevo, hermoso, sorprendente pero también con sabor añejo, entre medieval y renacentista, y en todo caso, trovadoresco». Si fuera de Ohio le habrían dado ya dos Pulitzers y sería candidato al Nóbel. Pero nació en Valencia, en 1934 y en lugar de mamar a los Stones y Bowie canta a León Felipe, Vallejo y Góngora, así que no encontrarán a ningún modernito que lo alabe. 

Anterior entrega de Combustiones: Rafael Berrio: rockero estoico, antisentimental e ilustrado.

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