David Bowie: la construcción del mito

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“Nadie sobrevivía a los sesenta con semejante currículo: saxofonista precoz, cantante de rhythm and blues, líder de un conjunto mod, mimo, hippy, budista, animador de un taller de arte de barrio, diseñador de ropa, concursante de un festival europeo de la canción, bisexual dudoso, putón rocanrolero.”

 

Orbitando alrededor de “The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars”, Eduardo Tébar profundiza en la revolución artística y musical que originó el Duque Blanco en los 70.

 

 

Texto: EDUARDO TÉBAR.

 

 

David Bowie alcanza la cima en 1972. El cenit de su carrera. La década va a ser suya. Es más, cuando nos preguntan por el abecedario de los setenta, por la enjundia elemental de aquel periodo, la referencia inmediata es Bowie. Un omnívoro insaciable. Y auspiciado por un mensaje letal para la juventud: la posibilidad de crear una identidad, de jugar a reinventarse. Así es como conquista el glam a una generación —o dos, visto su impacto en La Movida madrileña— necesitada de estímulos, entre la primera crisis del petróleo y la antesala del thatcherismo. De pronto, aparece alguien capaz de metabolizar músicas con una nueva personalidad: ambigua, espacial, sugerente, esotérica. El resultado se constata en la filmación que realiza D.A. Pennebaker del concierto final de Ziggy Stardust en el Hammersmith Odeon, documento indispensable de la cinematografía rock. ¿La deducción? Si eres adolescente, estás enamorado de David Bowie.

En realidad, el mundo tardó en reconocer su genio. Nadie sobrevivía a los sesenta con semejante currículo: saxofonista precoz, cantante de rhythm and blues, líder de un conjunto mod, mimo, hippy, budista, animador de un taller de arte de barrio, diseñador de ropa, concursante de un festival europeo de la canción, bisexual dudoso, putón rocanrolero. Maestro de la asimilación, con el personaje de “Ziggy Polvo de Estrellas” magnetiza a efebos y almas cándidas. El reluciente y lascivo espejismo implica un sacrificio pagano. La manzana del pecado, expedida por la más fascinante criatura inseminada por el pop. Ziggy es un monstruo metálico y melódico, hermoso y fatal, que violó de manera impune la pubertad de aquellos (y la mía), abriendo un mundo de insospechadas consecuencias. Y hay que decirlo: su lenta ascensión no hubiese encajado en las pautas de la industria de hoy. Ni en la cascada insustancial del “time line”. Ni en la ceremonia de la nadería redundante de Facebook. Por supuesto, tampoco en este modelo de picoteo aleatorio de producciones de lata por streaming. No. David prepara sonidos carnales y angulosos. Saca brillo como una patena a los preceptos más falsos del rock and roll. Flirtea con los equívocos para atraer el lado sensible de ellos y el masculino de ellas.

Desde luego, le favoreció no ejercer nunca de pionero. ¿La audacia de Bowie? Ese imán para atraer de fuera los nutrientes precisos para su arte. En el burbujeo del glam, se le adelanta T. Rex con el siete pulgadas de ‘Hot love’. Y Slade ya se tiñen el pelo y llevan zapatos de plataforma antes de publicarse “Hunky Dory” (1971). Por tanto, ¿es el hombre de mirada bicolor el precursor del glam o un listillo que se aprovecha del entorno? Cuarenta y cinco años después, no cabe duda. Sin él, nada hubiese sido igual.

Su segundo álbum ya ofrece argumentos de peso. “David Bowie” (1969) —posteriormente reeditado como “Space Oddity”—, en volandas con el shock del Kubrick de “2001: Una odisea del espacio”, trasciende los márgenes de la aventura sideral y pellizca sentimientos de verdad. Inicia aquí su longeva alianza con el productor Tony Visconti. Se vislumbra su intuición para arquitecturas sonoras imponentes, además del dominio en curvas melancólicas y paisajes de folk confesional. La preciosa y epistolar ‘Letter to Herminoe’, por ejemplo, tan inocente como cautivadora, dedicada a la introvertida bailarina con la que compartió apartamento en 1968. O un viaje de nueve minutos y medio en ‘Cygnet committee’ (¡primera revelación bowiana de Miguel Bosé!). Y la rotunda ‘Memory of a free festival’, himno flower power, homenaje a la pléyade de Woodstock. ¿En qué lugar dejaría “Space Oddity” a los discos de ahora?

 

 

“The man who sold the world” (1970), un trabajo de transición, pasa desapercibido para muchos hasta la versión de Nirvana. Áspero, de digestión difícil, se debate entre la influencia de su amigo Marc Bolan y el hard rock ambivalente, con pasajes dignos de colocar bien la lupa, como ‘The width of a circle’, ‘Black country rock’ o ‘After all’. Delirios de ciencia ficción, lecturas mal asumidas Nietzsche, largos desarrollos guitarreros. El precedente directo de los efímeros Tin Machine. Y la estampa impagable del artista travestido en portada anuncia lo que se avecina. Pero falta pulir el perfil. El 22 de enero de 1972, el semanario Melody Maker lanza la noticia que impulsa definitivamente a David Bowie. “Soy gay”, reconoce, “siempre lo he sido”. Cuando poco después se descubre que tiene esposa e hijo, Zowie, la cosa queda en “Bueno, bisexual”. Bum. Todo un seísmo moral en la pacata Inglaterra. Justo el empuje que requería “Hunky Dory” para correr mejor suerte que sus anteriores títulos. Y un álbum tan inmenso, tan meticulosamente concebido, tan Marca Bowie, merecía la atención del gran público.

 

Agitador hormonal

El disco de ‘Changes’, ‘Oh you pretty things’ y ‘Life on Mars?’ plantea un refinamiento estilístico insólito hasta entonces en el pop. No es un disco conceptual, aunque esboza ideas para unos cuantos discos conceptuales. Bowie despunta como un escritor de textos astuto y personal. Si se escapa una metáfora absurda, pronto noquea con una invención poética deslumbrante. Abundan los tributos: Warhol, Dylan, Lou Reed, Lennon… Todos ellos citados en el elepé. Usa retazos y frases escuchadas al azar. De forma milagrosa, acaricia las membranas de la sexualidad reprimida del quinceañero. Las letras transmiten una liberadora confusión. Momentos tiernos, apuntes reflexivos, una pizca de humor. Hace diana. “Hunky Dory” reúne por primera vez a los futuros Arañas de Marte: Mick Ronson a la guitarra, Trevor Bolder al bajo y Mick Woodmansey a la batería, todos provenientes de la banda Rats.

 

 

Solo seis meses más tarde sale “The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars”. Grabado en el mismo estudio que su predecesor, Trident, y con el mismo productor, Ken Scott, el 6 de junio de 1972 llega a las tiendas la piedra de Rosetta de lo que la eternidad conservará David Bowie. ¿La coartada argumental? Una distopía heredera del gremio de la ciencia ficción. A La Tierra le queda un lustro de existencia. Ziggy Stardust emerge como la encarnación de un alienígena redentor. Predica un evangelio de vicio y sexualidad desmesurada. Es una hipotética estrella de rock, inspirada, según su autor, en Vince Taylor, el Legendary Stardust Cowboy y una sastrería londinense llamada Ziggy. Al final, los fieles matan al incomprendido mesías. Suicidio de rock and roll. El héroe salvaje, mito de carne y hueso, el salvador leproso que folla con su ego, sucumbe a manos de los fans. A priori, una quimera pretenciosa y condensada, aunque efectiva para un sector hormonalmente desatado, tibio frente al lenguaje de Led Zeppelin o Elton John. Esos mismos que esperaban a que un ídolo masturbara sus mentes con una epopeya de rock venéreo y ultraje escénico, secuencias dantescas y sexo crudo. Y el chute en medio de la decadencia urbana, en pleno éxtasis tragicómico. En efecto, funcionó.

 

Actitud, transgresión, estética, visión, instinto

La fotografía interior de Brian Ward resume por qué este disco forma parte de la vida de tanta gente. Bowie, enfundado en platino, desafiante con la guitarra en movimiento (desenfocada), un foco trasero y gesto de desfase libidinoso. Pero no todo se reduce al sexo. En serio, uno era capaz de conectar más y mejor con los fundamentos del rock a través de este álbum que vía catedrales como “Beggar’s banquet” o “Stg. Peppers”. Por si fuera poco, David emplea su éxito en promocionar a la humanidad a otros tantos talentos: Lou Reed, Iggy Pop, luego Brian Eno. En 1972, cuenta con el epinicio perfecto para su doctrina, ‘All the young dudes’, pero se lo cede a Mott The Hoople. Con todo, “Ziggy Stardust” le equipara con la saga de oro de “Transformer” (1972) y “Berlin” (1973), de su colega neoyorquino.

 

 

La tímida batería con la que arranca ‘Five years’ nos introduce de lleno en zona de alta tensión. Algo importante va a ocurrir. Bowie entra despacio, pero con firmeza. Y sube, y sube, arrastrando palabras, hasta situarla en el punto deseado y hacerla explotar en un júbilo de cuerdas. “He escuchado teléfonos, ópera, melodías favoritas; he visto chicos, juguetes, cables eléctricos y televisiones”. La interpretación es de un dramatismo sobrecogedor. “Una chica de mi edad perdió la cabeza, golpeó a unos niños pequeños. Si el negro no la aparta, creo que los habría matado. Un soldado con el brazo roto fijó su mirada en las ruedas de un Cadillac. Un policía se arrodilló y besó los pies de un cura, y un marica vomitó ante esta visión”. Y el clímax: “Tu cara, tu raza, tu manera de hablar; te beso, eres bonita, te quiero para pasear”. Un cuadro retrofuturista a modo de chanson patética.

La voz de Bowie entra y sale del primer plano. Y no es una voz cualquiera, no. Es una voz eléctrica. Es la voz de un extraterrestre dotado de un dramatismo plástico. Sucede en ‘Soul love’, bubblegum vampirizado. Completa la trilogía ‘Moonage daydream’, ensoñación astral de estribillo demoledor y un solo final épico de Mick Ronson. Parece un solo vulgar al comienzo, hasta que de pronto se ha convertido en el ojo de un huracán sonoro desbocado. Las guitarras pasean exultantes y medidas. Rock macarra de guante blanco. Porque “Ziggy Stardust” destaca por sonar de fabula, pero sin perder un poso guarro alucinante. Una melodía pop infalible, ‘Starman’, salva al oyente de la espiral y lo reconduce al paraíso. Los guitarrazos arácnidos centellean en ‘Hang on to yourself’, ‘Suffragette City’ y ‘Star’. La ambigüedad sexual se mastica (‘Lady Stardust’, ‘Ziggy Stardust). Y la tragedia (‘Rock ‘n’ roll suicide’). Arañas, trajes satinados y zapatos de plataforma para escupir el mejor ruido de 1972. Un Bowie ingenuo e infeccioso, travieso y deprimente. Todo revuelto a la vez.

 

 

 

Después de este tsunami, los Sex Pistols y el punk derivado se antojaba como los hijos bastardos de Ziggy y Las Arañas de Marte. El 3 de julio de 1973, tras la famosa actuación en el londinense Hammersmith Odeon, David Bowie anuncia su intención de abandonar los escenarios y apartarse de la música para adentrarse en otros territorios artísticos. Aquella apresurada confesión, más tarde olvidada en beneficio de una nueva gira, quedaría reflejada en el doble álbum del concierto, no publicado hasta diez años después de su grabación. “No solo es el último concierto de la gira”, balbucea extenuado Ziggy, “sino el último que hacemos”. Poco después, RCA exhibía las cifras de ventas obtenidas por su artista en Reino Unido en dos años. Más de un millón de elepés, otro millón largo de singles y 120.000 cintas. Abandonar en aquel momento, o simplemente insinuarlo, corresponde a otro capítulo grueso: el de la fanfarronería promocional que depuró junto a su hábil representante, Tony De Fries. La misma agudeza que luego aplicó en sucesivas reencarnaciones. Duque Blanco, disco queen, profeta tecno, germanófilo de vanguardia, clown desmarañado y estrella del videoclip. Bowie ha sido tan perspicaz que ha hecho de su muerte otra obra de arte. Nos ha pillado a contrapaso porque ya no se habla del contenido de los discos. En cualquier caso, habrá que convenir que la marcha de Bowie deja una sensación inútil. Como constatar el final del rock. O fin de una manera de hacer y de sentir. Como Fukuyama: el fin de la Historia. El rock ya es un museo.

 

 

 

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