“Cómo dejamos de pagar por la música”, de Stephen Witt

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LIBROS

 “El creador del mp3, gracias a la piratería musical, que pisoteaba los derechos de autor, se convirtió en multimillonario vendiendo derechos de uso de su software, cobrando (como es de justicia) por las licencias de su creación. Fascinante paradoja”.

 

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Stephen Witt
“Cómo dejamos de pagar por la música”
CONTRA

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

¿Puede un ensayo leerse como una adictiva novela de intriga (sin que medie misterio que resolver y conozcas el final) y te atrape hasta quedar completamente enganchado a sus páginas? No, no suele ser frecuente. Pero es justo lo que logra Stephen Witt en este libro que desentraña las razones que abocaron a la industria de la música al precipicio. Y lo consigue esencialmente por la estructura narrativa empleada: ha seleccionado a tres personajes que le sirven de eje principal (protagonizando sucesivos capítulos alternos), para introducirnos en el relato de este enredo. Esos protagonistas son Karlheinz Brandenburg, el creador alemán del mp3; Dell Glover, el mayor pirata de la historia; y Doug Morris, director de grandes discográficas. Cada uno representa uno de los vórtices de los torbellinos que una vez unidos en tiempo y espacio acabarían transformados en desmedido huracán que arrasaría con uno de los sectores culturales e industriales más destacados del siglo XX, llevándose por delante miles de puestos de trabajo en todo el planeta y transformando la manera en la que escuchamos música.

Karlheinz Brandenburg pasó una década en un instituto de investigación alemán dirigiendo a un riguroso equipo de trabajo con el que diseñó y perfeccionó la técnica de compresión de audio digital, el mp3 (nacido con el objeto de transmitir en «streaming»). Una labor que tuvo mucho de titánica y que en el camino encontró escollos de todo tipo, desde la completa indiferencia de la industria discográfica, dispuesta únicamente a seguir explotando la venta de discos compactos, a los intereses de las grandes multinacionales de la electrónica, principalmente Philips, por colocar compresores de menor calidad. Aquel fue un invento que, durante años, a casi nadie interesó, pero que encantó a los incipientes piratas de la red, que propulsaron su uso masivo y universal. Brandenburg, un tipo aséptico y apocado, despreciaba que se vulnerasen los derechos de autor, pero gracias a la piratería musical, que pisoteaba los derechos de autores, músicos y propietarios de las grabaciones, se convirtió (también los miembros de su equipo) en multimillonario cobrando (como es de justicia) por las licencias de uso de su creación, el software del mp3. Fascinante paradoja.

Dell Glover era un empleado, sin más cualificación laboral que sus ganas de ganar dinero para vivir lo mejor posible, de la sección de envasado de la planta de fabricación de cedés de Polygram (posteriormente Universal) en Kings Mountain, Carolina del Norte, una de las mayores de Estados Unidos. Aficionado a la electrónica, fue de los primeros usuarios domésticos de internet, y conectó con el grupo RNS (también denominado la Comunidad), una pequeña red privada de intercambio de archivos protegidos por derechos (los “warez”) a través de chat. Glover comenzó a alimentar al grupo sustrayendo de la fábrica copias de discos semanas antes de sus lanzamientos oficiales (primero de rap, luego de todo tipo: si eran posibles superventas, mucho mejor). A cambio, él se proveía de otros discos y películas que subían sus colegas de la Comunidad y que luego «tostaba» en copia física y vendía desde el maletero de su coche o en una pequeña red de barberías de su zona: podía despachar trescientos discos y películas a la semana y hacerse con mil quinientos dólares semanales, en negro. Era plenamente consciente de que se dedicaba a una actividad ilegal.

Un detalle importante es que lo que se movía en RNS, y en otros grupos similares diseminados por la red, inmediatamente saltaba fuera del grupo y millones de internautas tenían acceso ilegal a prácticamente cualquier grabación musical, del pasado o el presente. Una inmensa red planetaria (compuesta finalmente de millones de pequeños hilos y nudos) de intercambio de archivos que durante años no interesó a las autoridades. Solo RNS, en sus once años de funcionamiento, filtró 20.000 lanzamientos, el grueso de ellos suministrados por Glover, el pirata mayor.

Doug Morris era un triunfador, de hecho nunca ha dejado de serlo. Llevó las riendas de Warner y luego de Universal. Él y sus colegas integrados en la RIAA (la asociación que agrupa a la industria del disco en Estados Unidos) hicieron oídos sordos al mp3, no les interesaba, con el cedé el negocio iba viento en popa, mejor que nunca, y, ajenos a las nuevas tecnologías, de ningún modo podían imaginarse lo que se les venía encima, principalmente desde que en 1999 Napster entrara en juego, y desde ahí llegaran los peer-to-peer, los torrent, la nube… Cuando quisieron actuar era demasiado tarde: los congresistas estadounidenses durante años vieron al sector discográfico hostil, promocionando a artistas deslenguados y procaces que atentaban contra las buenas costumbres (eran los días de oro del rap), no eran como la gente de Hollywood, siempre presta a tenderles la mano, el castigo tenía algo de justificado. A su vez, las medidas antipiratería, dada la dimensión del problema, podrían restarles votos: mejor no entrar en ese avispero. Cuando actuaron era tarde: Napster y los demás servidores, ya de todo tipo, habían fomentado el uso del mp3 de tal modo que, obligatoriamente, tenía que salir del ordenador: nacían los reproductores de bolsillo de mp3 y en nada desembarcaba el iPod y su imparable expansión, rompiendo completamente un tablero de juego ya de por sí muy deteriorado. Los viejos walkman al lado de esto no habían sido más que una broma.

Karlheinz Brandenburg había ganado la batalla de los formatos de compresión y el dinero le entraba a paladas. Steve Jobs convertía a Apple  (aunque asumía un software que no salía de sus laboratorios) en esa niña bonita y mimada de la tecnología que conocemos sustentada en el éxito comercial sin precedentes del iPod. El mismo Jobs adquiría tintes de gran gurú. Aquí solo perdía la industria del disco, arrastrando con ella a los centenares de miles de trabajadores (de todo tipo, en una cadena enorme) que se vieron en la calle, y a los autores e intérpretes de todo el orbe. Nada más. Y nada menos.

A Morris, que llegó a enlazar algunos notables fracasos con los que pretendió reorientar las escuchas en internet, le quedó el orgullo de tener la idea, en 2007 (más de una década después de que comenzará el ciclón), y desde su despacho de Universal, de que YouTube debía pagar por los vídeos con música que incluía en su canal y a los que nutría con publicidad, y aliándose con ellos, tras dejarlos a oscuras, creó el canal Vevo. Una medalla que Morris pudo colgarse en la solapa. Aunque en la actualidad, y a esto no llega el libro, el grueso del sector musical se lamenta de los magros ingresos que les reporta Youtube (ahora en manos de Google): un pastel del que solo ve migajas. Pero en internet los generadores de contenidos y los propietarios de derechos de autor son siempre quienes menos ganan.

Sin desvelar mucho más, esos son los ejes principales sobre los que gira un libro que no entra, desconozco las razones, en analizar a un cuarto actor esencial en una tragedia que, por momentos, tiene mucho de comedia bufa: los proveedores de internet, las empresas que nos sirven la banda ancha y que sin la proliferación de las descargas de música —pero no solo, también de software, videojuegos, cine, series de televisión, luego de libros— durante años habría tenido más difícil vender conexiones, porque para leer las noticias nadie necesitaba banda ancha. Cierto que el escenario actual, con internet en el móvil y la música legal en streaming, es bien distinto.

Pese a esa laguna, Witt firma un libro esencial, de lectura obligada para todos los interesados en la historia de la música grabada y profesionales del sector, incluso para empresarios, economistas y emprendedores de toda condición (que no está mal analizar los grandes errores de la historia) que sitúa perfectamente los hechos y testimonia que detrás de la piratería no hubo nobles y desinteresados Robin Hoods, muy al contrario. Y, lo dicho: escrito con maestría, resulta altamente adictivo, casi tanto como el subidón que Dell Glover y sus colegas sentían cuando eran los primeros en filtrar un disco que todavía no había salido a la venta.

 

 

Anterior crítica de libros: “Glanbeigh”, de Colin Barret.

 

 

 

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