Cine: «The zero theorem», de Terry Gilliam

Autor:

«Ciencia ficción de baja estofa cuyo único argumento (si se le puede llamar así) es el peso de la dirección artística»

zero-theorem-29-11-14

«The zero theorem»
(Terry Gilliam, 2014)

 

 

Texto. JORDI REVERT.

 

 

No es ningún secreto apuntar que el cine de Terry Gilliam lleva tiempo dando muestras de agotamiento y atrofia. Su (pen)último trabajo, «El imaginario del Doctor Parnassus» («The imaginarium of Doctor Parnassus», 2009) vivía del morbo de las réplicas al difunto Heath Ledger y de poco más. Unos años después, «The zero theorem» no solo lo confirma sino que lleva esa sensación hasta la extenuación. Aquí es más grave, si cabe, cuando constatamos que de nuevo apunta la obra al retrato de la sociedad distópica como en «Brazil» (1985) y «12 monos» («12 monkeys», 1995), solo que sin el factor sorpresa de la primera y sin el original replanteamiento sobre «La jetée» (Chris Marker, 1962) de la segunda. ¿Qué queda entonces? Ciencia ficción de baja estofa cuyo único argumento –si se le puede llamar así– es el peso de la dirección artística, a caballo entre la influencia jeunetiana y la paleta de colores del «Candy Crush Saga» –esa metrópolis sucia, barroca y a la vez colorista–.

El problema, por tanto, se remite al relato y su discurso. Por más que el teorema titular sugiera caminos más estimulantes hacia la resolución de la gran incógnita –el sentido de la vida–, este acaba siendo lo de menos. A Terry Gilliam ya solo le interesa dar vueltas sobre la idea de un tipo que busca el aislamiento en una sociedad que gestiona sus deseos, sus esperanzas y hasta su salud. «The zero theorem» vive de su premisa y es incapaz de trascenderla hacia una esfera superior de reflexión. Antes al contrario, su objetivo es subrayar a su atenazado protagonista como ser extraño e incomprendido –versión lounge de «Creep» mediante–, interpretado por un Christoph Waltz que hace del personaje el constreñido opuesto de sus papeles tarantinianos. Más allá de su cráneo pelado y sus miedos concentrados, a su alrededor solo hay redundancia y escenas enrarecidas sin propósito concreto. Uno intuye que el director apenas puede articular otra cosa cuando necesita resaltar, incluso después de los créditos, la imagen de un Cristo-cámara que nos vigila sin descanso.

Anterior crítica de cine: “Jimmy’s Hall”, de Ken Loach.

Artículos relacionados