Cine: «The collector», de Marcus Dunstan

Autor:

«Mucha tripa suelta y sangre con la que hacer salchichones en una historia que no hay por donde cogerla»

«The collector»
(Marcus Dunstan, 2009)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.

 

 

El Viernes 13 se estrenó en nuestras pantallas la infame «The collector», de Marcus Dunstan. Preparados para echar por la borda el atracón navideño.

El ultraje comienza por el principio, como tenía que ser. Con unos créditos iniciales para enmarcar. Póngase gafas bien oscuras porque ni tan siquiera el dueto Cunningham/Aphex Twin (no me malinterpreten, los adoro) pueden concentrar semejantes dosis de epilepsia en una infografía de la que todavía perduran perversos fosfenos en mis ojetes.

Os voy hacer una putada (o un favor según se mire), os contaré la sinopsis. Un tal Arkin, currela que trabaja reformando la casa de una próspera familia (con cachondísima hija adolescente incluida en el pack), acorralado por la necesidad de resolver las deudas de su ex (muy convincente este leitmotiv) con unos gánsteres muy macarras (le amenazan con quemarle los pelillos de la mano con un accendino), aprovecha la supuesta ausencia de los dueños del caserón para asaltar la caja fuerte. Nuestro infeliz protagonista no cuenta con que la casa está ya solicitada por un maníaco encapuchado muy malo y travieso (fíjense que le ha dado por coleccionar personas en vez de cromos de Panini, sellos o uñas de los pies cortadicas, como haría cualquier persona normal). Este locuelo de máscara de cuero, que nada tiene que ver con Malcolm McLaren ni con los clientes del club Arny, ha salpicado la casa con ingeniosas trampas torturando a sus inquilinos hasta hartarnos. Yo lo dejaría ahí.

Al lúcido exégeta del cine: que no pierda el tiempo en relacionarla con la maravillosa «El coleccionista» de William Wyler («The collector», 1965). Sólo la comparación merece condena. Me resulta difícil creer sin embargo que haya un sector del público que sea capaz de tolerar película de tan mal gusto. Pero en fin, como todos hemos fumado alguna vez cosas peores, vamos a ir por partes, aunque dé pereza.

Comencemos por un elenco actoral que tiene menos consistencia que un puente de Calatrava afectado por aluminosis. Solo la pericia interpretativa de un tal Juan Fernández aka The Collector  salva los muebles, lástima que no le veamos la cara en ningún momento. Seguro que José Mota parodiando a la niña del exorcista haría menos el ridículo.

Como era de suponer, la importación de guionistas (con muy mala leche) de la saga «Saw» presenta una factura desglosada en ingredientes muy “pegadizos” (sí, el uso de este palabro descriptivo tiene que dar asco a propósito). Tenemos un perverso antagonista que le ha dado por joder al personal sin motivo aparente; un ingenuo protagonista que pasa a ser héroe por accidente; personajes que se convierten en carnaza fácil para que podamos deleitarnos a gusto y sin remordimientos; despieces y amputaciones que tienen su punto de comicidad para quien disfrute con la casquería; un espacio lleno de enredos para enredarse y desenredarse a lo Harold Lloyd… En fin, mucha tripa suelta y sangre con la que hacer salchichones en una historia que no hay por donde cogerla.

El susto como siempre de la mano de un efectismo que da vergüenza ajena. La atmósfera –literalmente salida de la máquina de echar humo de los técnicos de «Vivir rodando» («Living in Oblivion», 1995, Tom Dicilo)– pretende recrear un espacio que dé mucho miedo, con un subrayado de efectos sonoros enlatados que bueno, hasta aquí hemos llegado.

Todo apunta a que tendremos secuelas para rato, porque al final el malo no muere, como era de esperar.

Anterior entrega de cine: “Si quiero silbar silbo”, de Florin Serban.

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