Cine: «Redención», de Paddy Considine

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«Redención’ viene a mostrarse con honestidad y dignidad, a pesar de ostentar un excesivo deleite en el dolor y la torta a mano abierta, abusando quizá del socialexploitation del momento»

 

«Redención»
(«Tyrannosaur». Paddy Considine, 2011)

 

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.

 

 

Dentro de las lógicas de producción audiovisual vislumbramos sin mucho esfuerzo la recurrida y socorrida elaboración de productos culturales dirigidos a la complacencia de un público que huye del sentido lúdico del cine, entendido éste como espectáculo de masas. Este asilo o refugio discursivo instrumentalizado por ciertas desviaciones del cine social amenaza con reemplazar la butaca por un incómodo ecúleo del tormento cuando la crudeza del mensaje pasa a ser la única arma persuasiva con la que remover o ablandar conciencias.

Con esta tendencia navegamos sin rémora hacia una consolidación de distintas estrategias de integración que vienen a formar un comportamiento fractal del que resulta esterilizado todo intento de fuga; el entender la película como un acto ilocutorio, en el que se nos dice cómo debemos recibirla. Llevar la contraria puede acabar con la audiencia zozobrando hacia un sentimiento de culpabilidad que asfixie la independencia crítica frente a las valoraciones emitidas en portales como imdb o filmaffinity –para aquellos ingenuos que no admitan en las notas asignadas la existencia de manos negras o teorías conspirativas tan descabelladas como el eminente Alfonso Ussía bien pudiera (con)fabular–. ¿Nos arriesgamos a la afrenta, a la inconformidad con una opinión colectiva (mediática) establecida, o simplemente desconfiamos de todo?

Esta es la frustración que se percibe tras constatar la convivencia de decepcionantes propuestas en cartelera, a priori bienintencionadas (al fin y al cabo lo único que consiguen es amalahostiar al personal). Todas ellas comparten una ristra de estrellas tan distinguida como las acumuladas por cualquier avatar de videojuego que se precie (véase Blanka, Ryu o Pepe; grandes héroes del Street Fighter). Eso sí, a diferencia de la melosa y pegajosa «Los descendientes» («The Descendents», Alexander Payne, 2011), la satánica «Popieluszko». «La libertad está entre nosotros» («Popieluszko. Wolnosc jest w nas», Rafal Wieczynski, 2009) o la insípida «Sombras del tiempo» («Schatten der Zeit», 2004, Florian Gallenberger), «Tyrannosaur» viene a mostrarse con mayor honestidad y dignidad, a pesar de ostentar un excesivo deleite en el dolor y la torta a mano abierta, abusando quizá del socialexploitation del momento.

La coherencia narrativa y argumental están aseguradas en la ópera prima de Paddy Considine en un film de sencilla confección visual compensada con una notable carga dramática: la confluencia de dos personajes mancillados y humillados por toda clase de golpes físicos y morales les obliga al encuentro, fortuito éste, pero de obligado paso en la búsqueda de una salida que les aparte de la condena que arrastran. El relato se emplaza en un barrio obrero, vecindario que acoge una desestructurada comunidad dinamitada por una economía de bolsillo y en consecuencia, por una cultura fragmentada, sin otros referentes de cohesión que la desangelada fe cristiana. Pronto comprobaremos que el pulso a la cruda realidad no se mantiene sin la recuperación de la confianza en el otro, en el fortalecimiento de los lazos sociales, de atrapar la esperanza en la tribu, ya sea bajo la forma de la amistad o la familia.

Con Peter Mullan en el fotograma el celuloide fluye armonioso de la bobina del proyector a la pantalla. El veterano actor escocés lidera una formidable reinterpretación de los rasgos más atávicos y derrotistas del cine realista británico: individuo de clase media-baja recibiendo coscorrones por todos los lados, animal de bajos fondos, encarnación de personajes que se arropan con la pinta de cerveza en el escapismo que les ofrece la taberna de la esquina.

El desaliento de estas vidas nos llega sin el humor negro que destilan Ken Loach o Mike Leigh. Considine sitúa tanto a Joseph (Peter Mullan), como Hannah (Olivia Colman) al borde del precipicio, en el punto crucial de sus existencias, entre la salvación y la condena. Para ello se asiste de un estilo formal crudo, fiel a la realidad que refleja, con una fotografía oprimida por una luz natural o lo que es lo mismo, débil y llena de claroscuros, muy acorde también con las particularidades climáticas de las tierras británicas. Los manierismos o requiebros técnicos brillan por su ausencia, innecesarios por otro lado para dibujar un mundo salpicado de aceradas aristas, imposibles de ocultar y mucho menos esquivar sin cortarse.

La elección por mostrar la aflicción y los daños inferidos sin reservas contribuyen a descarnar el relato hasta un límite desmesurado, muy a la moda (Haneke sabe bien de que hablamos); sin embargo, esta explicitud de intenciones sí que es denunciable en la parte final con una voz en off del todo prescindible, localizada en un epílogo que se hubiese bastado con la fuerza narrativa y expresiva de sus imágenes.

Anterior entrega de cine: “La invención de Hugo», de Martin Scorsese.

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