Cine: «Nymphomaniac. Volumen 1», de Lars von Trier

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«La provocación no es un mero resorte para la agitación caduca, sino que sirve de entrada a un submundo de rupturas y violaciones de los preceptos de la realidad»

 

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«Nymphomaniac. Volumen 1»
 (Lars von Trier, 2013)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

En 1985, el grupo de hardcore punk Dead Kennedys publicaba uno de sus mejores discos, el contundente «Frankenchrist». En su interior, la banda liderada por Jello Biafra incluía un póster con una reproducción de la obra «Penis landscape», de H.R. Giger. La imagen dejaba poco a la imaginación: tres filas de vaginas siendo penetradas por penes fueron el detonante del escándalo en plena guerra contra la pornografía de la administración Reagan, escándalo que le costaría a Biafra un juicio por distribución de material obsceno. En una escena de «Nymphomaniac. Volumen 1», la protagonista interpretada por Charlotte Gainsbourg recuerda, desde la voz en off, una época de experimentación en la que tuvo sexo con una larga serie de penes negros, amarillos, circuncidados y de tipos varios. Mientras lo relata, la pantalla se llena de una sucesión de fotografías de los penes descritos que, casi treinta años después, invoca el recuerdo de la obra de Giger para reactivar la provocación y el debate en torno a su valor transgresor en un tiempo no tan distinto al de la era Reagan.

Si en aquel entonces el impacto de la imagen servía como gesto de resistencia, furibundo ante el conservadurismo de discurso vaciado y control progresivo sobre toda esfera de la vida estadounidense, hoy la secuencia firmada por Lars von Trier se erige como nueva reacción frente a, primero, el pudor de la representación, y, después, a las asumidas regulaciones de los comportamientos que constituyen la construcción moral de una sociedad. Lejos de la prepotencia que muchos han identificado en la figura pública de Von Trier y que han decidido tomar también como vara de medir de su cine, su última película no mira a esa construcción desde una altura distinta, sino que la analiza desde el margen, distanciándose de ella. No es casualidad que en el prólogo, la cámara se adentre con un zoom en la oscuridad de un hueco en la pared, como hacía David Lynch con la oreja cercenada de «Terciopelo azul» («Blue velvet», 1986), justo antes de que vuelva a un plano anterior esta vez acentuado desde la banda sonora por la atronadora ‘Führe Mich’, de Rammstein.

A partir de ahí, Von Trier propone un relato que avanza como narrativa reactiva a sus propias notas a pie de página, estas son, las asociaciones que el personaje del anfitrión encarnado por Stellan Skarsgård establece en los sucesivos capítulos con el discreto arte de la pesca o los números Fibonacci. Los comentarios, detonantes y a su vez contrapuntos de las distintas fases de la narración, son el motor de una compleja, poliédrica aproximación a la ninfomanía que contempla su íntima relación con las emociones y los instintos más profundos del ser humano, descartando la dimensión moralista como única vía de acercamiento al tema. En esos paralelismos, el director danés demuestra que está más allá de la imagen de pérfido maestro de ceremonias que se exhibía al final de cada capítulo de «El reino» («Riget», 1994), que tras su aumentada figura de maligno perpetrador de pesadillas del ser humano hay un autor comprometido con bajar a los infiernos una y otra vez, y hacerlo cada vez con mayor conocimiento de los oscuros recovecos que esperan a cada paso del camino.

«Nymphomaniac. Volumen 1» es la prueba de que dicho autor ha encontrado en la realización de un cine más imperfecto y errático su versión más honesta, aquella en la que la provocación no es un mero resorte para la agitación caduca, sino que sirve de entrada a un submundo de rupturas y violaciones de los preceptos de la realidad. En la escena que precede al final de esta primera mitad, Von Trier lleva a cabo su movimiento más arriesgado: equiparar la música polifónica de Bach con la trinidad perfecta de amantes que aparentemente cubre las necesidades físicas y emocionales de Joe (Gainsbourg). La idea, previa al vacío y a la vislumbrada brutalidad de la segunda mitad, resulta de la mirada comprensiva –que no condescendiente, ni cómplice– hacia su protagonista, y establece en la elección del ‘Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ’ del compositor alemán, una nueva y extraña declaración de amor hacia Andréi Tarkovski, ratificada en los agradecimientos al cineasta soviético en los créditos finales.

Anterior crítica de cine: “Lluvia de albóndigas 2″, de Cody Cameron y Kris Pearn.

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