Cine: “Los exiliados románticos”, de Jonás Trueba

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“Escapa de todo convencionalismo en la narración y en la imagen para mostrar una historia que no tiene argumento pero sí relato, una extraña road movie con personajes sin destino claro cuyas historias se van desarrollando de forma orgánica, a través de situaciones y diálogos naturales y en gran parte improvisados”

 

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“Los exiliados románticos”
Jonás Trueba, 2015.

 

 

Texto: HÉCTOR GÓMEZ.

 

 

En su todavía corta (aunque muy interesante) trayectoria como director, parece que Jonás Trueba ha optado por seguir un camino que transita hacia la sencillez, algo muy difícil de encontrar en realizadores jóvenes y con talento en los que resulta muy tentador hacer ostentación del virtuosismo, la complejidad y el alarde técnico. Sin embargo, lo que encontramos en “Los exiliados románticos” es una película que destaca por rechazar el artificio y pasar de puntillas por todos los mecanismos que suponen el esqueleto de un filme, ya sea la fotografía, el sonido o el guion.

Si su ópera prima “Todas las canciones hablan de mí” (2010) supone a fecha de hoy su película más formalista y convencional (en el buen sentido) y su aproximación más truffautiana al mundo de la comedia romántica, “Los exiliados románticos” escapa de todo convencionalismo en la narración y en la imagen para mostrar una historia que no tiene argumento pero sí relato, una extraña road movie con personajes sin destino claro cuyas historias se van desarrollando de forma orgánica, a través de situaciones y diálogos naturales y en gran parte improvisados que permiten al espectador sentirse parte de ese entrañable trío de protagonistas que emprenden un viaje en furgoneta a Francia para (re)encontrar el amor y las segundas oportunidades.

Mucho más ligera que su predecesora “Los ilusos” (2013), el tercer largometraje de Jonás Trueba continúa, sin embargo, la exploración que en sus anteriores filmes quedaba patente. Una exploración sobre un momento del desarrollo vital en el que la juventud ha quedado atrás pero las expectativas de futuro resultan tan pesimistas que cualquier paso adelante se convierte en una empresa angustiosa. No obstante, los tres protagonistas deciden seguir postergando el futuro y sustituirlo por una búsqueda quijotesca de la libertad y el amor. En el camino, reencuentran viejos amores y amistades, y ante todo celebran la máxima homérica de que lo importante no es el destino sino el camino que se recorre para alcanzarlo. Junto a ellos, unos personajes femeninos que sirven de contrapunto y espejo de sus inseguridades, y también la presencia fantasmal de Miren Iza (Tulsa), cuya música acompaña a los personajes como si surgiera de sus mismos pensamientos.

En el cine de Trueba está siempre muy presente la referencia, cinematográfica, literaria o musical. Pero esta no aparece como una pose, sino que se articula a la perfección en el discurso de la película. Así, la referencia al cuento de Natalia Ginzburg “Las pequeñas virtudes” y a la necesidad de tener una vocación como objetivo vital no es gratuita. En el caso de Jonás Trueba, parece que su vocación cinematográfica va tomando forma por unos derroteros encaminados a dejar huella en los próximos años.

 

 

 

Anterior crítica de cine: “Mientras seamos jóvenes”, de Noah Baumbach.

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