Cine: «El llanero solitario», de Gore Verbinski

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«La cinta de Verbinski supone una rara avis desde el mismo momento en el que se desvela como una ficción pura en su amor por continuar con el legado de lo añejo»

 

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«El llanero solitario»
(«The lone ranger», Gore Verbinski, 2013)

 

Texto: JORDI REVERT.

 

Un niño, ataviado con un sombrero blanco y un antifaz, visita una suerte de exposición del viejo oeste que encuentra en una feria. Allí, lo que parecía el muñeco de un comanche envejecido cobra vida y narra su propia versión de la leyenda de dos héroes solitarios. Que Gore Verbinski decida inaugurar «El llanero solitario» así significa al menos dos cosas: una, que esta superproducción a cargo del tándem responsable de la saga «Piratas del Caribe» –el irregular Verbinski y el Midas del espectáculo Jerry Bruckheimer– se erige sobre una loable consciencia de la densa mitología que constituye el western, en general, y el personaje nacido en las ondas de la WXYZ allá por 1933, en particular; y dos, que en pleno momento de indecisión del «blockbuster» en su versión gigante, es nada menos una película de ese género, no exenta de cierto aire demodé, la que reivindica la antigua fascinación por la oralidad que Lone Ranger perpetuaba en la radio antes de dar el salto a seriales de televisión, comic books y largometrajes.

El hecho de que el relato del indio sea errático y de dudosa verosimilitud no es casual. Las historias nacen, se transforman, se exageran y se entregan a otro narrador. Pero la cálida seducción de las palabras, aunque ya sean otras, permanece impermeable al paso del tiempo. El mensaje que predica «El llanero solitario» en su conclusión celebra la transmisión y no tanto el texto, y la cinta de Verbinski supone una rara avis desde el mismo momento en el que se desvela como una ficción pura en su amor por continuar con el legado de lo añejo. Si las ambiciones y las arritmias de las dos primeras secuelas de «Piratas del Caribe» ahogaban la épica y el regusto «pulp» en el tedio, «Rango» (2011) mostraba a un realizador comprometido con encontrar la esencia mítica de un género enterrado bajo la arena de «Monument Valley». En su última película, la cámara continúa esa búsqueda y acaricia con admirada nitidez los paisajes desérticos, no como vestigios de un cine ya olvidado, sino como el escenario de una improbable e ingenua revisitación de este. Cierto que en su western pueden hallarse los grandes temas y referentes: el ferrocarril como estandarte de un progreso sin aristas morales o la corrupción de las instituciones como base perniciosa para una sociedad en construcción están presentes como trasfondo del viaje de ese trasunto del héroe enamorado y sacrificado de «Raíces profundas» («Shane», Georges Stevens, 1953).

Sin embargo, lo que hace de «El llanero solitario» una inesperada delicia –amén de su invocación icónica–, es su entrega a un cine de aventuras honesto en su inocencia, espectacular en su ejecución –es llamativa la obsesión de la película por vincular las escenas de acción a un tren en movimiento– y voluntariosamente ligero en su empeño por recuperar el espíritu de serial. Otra manera de sintetizar sus placeres sería trazar una línea entre lo micro y lo macro, entre la comedia del rostro inmutable, keatoniano de Johnny Depp y el monumental clímax de acción ferroviaria, aumentado de lo frenético a lo inolvidable por la obertura de Guillermo Tell, de Rossini.


Anterior crítica de cine: “Elysium”, de Neill Blomkamp.

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