Cine: «El hombre más buscado», de Anton Corbijn

Autor:

«Extrañamente magnética en su paso lento pero seguro. Sorprendentemente clara y concisa sin renunciar a la inteligencia»

el-hombre-mas-buscado-15-09-14

«El hombre más buscado»
(«A most wanted man», Anton Corbijn, 2014)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

En una de las mejores escenas de la sobresaliente «El topo» (Tinker Tailor Soldier Spy, Tomas Alfredson, 2011), un diálogo entre George Smiley (Gary Oldman) y Toby Esterhase (David Dencik) en un aeródromo revelaba la fría crueldad en el hermético, decadente y nada glamuroso mundo del espionaje. En realidad, toda adaptación de la obra de John le Carré solo podría ser fiel al espíritu del escritor explicitando con burocrática gelidez la ausencia de glamur en la profesión y las miserias humanas que subyacen en cada traición, en cada agente abandonado a su suerte, en cada espía envejeciendo en solitario entre paredes desnudas.

Así lo entiende Anton Corbijn. La melancolía post punk y en blanco y negro de «Control» (2007) se convierte aquí en calles sucias, furgonetas claustrofóbicas, pisos francos e improvisadas bases de operaciones de luces tenues y ruidos martilleantes. La Hamburgo post 11S de Corbijn recoge la asfixia y el agotamiento moral de los mejores thrillers de la Guerra Fría –para entendernos, lejos de James Bond y más cerca del John Frankenheimer de «El pacto de Berlín» («The holcroft covenant», 1985)–: no hay espectáculo ni grandes giros, sino humanidad en descomposición. Su película es extrañamente magnética en su paso lento pero seguro. Sorprendentemente clara y concisa sin renunciar a la inteligencia que se le presupone.

Quizá Corbijn no tenga la maestría seca en la puesta en escena de Alfredson, y a ciencia cierta que prescinde de la densa emoción Hollywood que aplicaba Fernando Meirelles en otra adaptación sobre Le Carré, «El jardinero fiel» («The constant gardener», 2005). Pero el director confía la película a su talento para la fotografía, con la cual supera los peligros de la imagen impersonal y la introduce en una amarga dialéctica: frente a los antros hamburgueses y apartamentos desolados donde el espía a pie de calle se deja la vida, despachos y oficinas ministeriales donde el poder se reparte los méritos y traiciona sin piedad al peón. Y en ese amargo ajedrez, claro, hay una voz que sobresale cansada y condenada. En los gestos de Philip Seymour Hoffman se detectan las huellas de papeles anteriores –la suma del agente de la CIA de «La guerra de Charlie Wilson» («Charlie Wilson’s war», 2007) y cualquiera de sus muchos personajes tortuosos–, pero aquí manifiestan más que nunca el amargo estado crepuscular del tipo incapaz ya de adaptarse a un mundo en que no queda un ápice de honestidad u honor. La última secuencia, contundente y al tiempo simple, es la viva imagen de esa derrota y la trágica insinuación del fatal adiós de un gran actor.

Anterior crítica de cine: “Momentos de una vida”, de Richard Linklater.

Artículos relacionados