Cine: «Cómo entrenar a tu dragón 2», de Dean DeBlois

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«Su gran valor es el de constituirse como majestuoso espectáculo tridimensional que parece no tocar techo»

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«Cómo entrenar a tu dragón 2»
(«How to train your dragon 2», Dean DeBlois, 2014)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

El estreno de «Cómo entrenar a tu dragón» («How to train your dragon», Dean DeBlois y Chris Sanders, 2010) confirmó lo que ya era un secreto a voces. Más allá de su recurrente explotación de las sagas «Shrek» y «Madagascar», Dreamworks había encontrado en los libros infantiles de Cressida Cowell el material idóneo para su puesta a punto a la hora de competir en creatividad y espectáculo con la hegemónica Pixar. Curiosamente, el talento llegaba rebotado desde los estudios Disney, ya inseparables de la compañía del flexo: el tándem formado por Dean DeBlois y Chris Sanders había firmado «Lilo & Stitch» (2002), digno coletazo de los mejores días de la animación 2D de la major. Con su debut para Dreamworks, la pareja demostraba músculo para la filigrana visual y olfato para una animación familiar sin miedo a contemplar aspectos adultos e incluso algún que otro trauma. También, una exquisita sensibilidad por la belleza de los escenarios que ya se adivinaba en los paisajes islandeses recogidos por DeBlois tras la pista de Sigur Rós en su documental «Heima» (2007).

«Cómo entrenar a tu dragón 2» saca a Sanders de la ecuación y se propone como secuela esforzada en descartar cualquier signo de acomodamiento. Antes que dejarse llevar por la inercia de la saga y los lugares comunes, esta continuación utiliza su libertad creativa para llevar a sus protagonistas a territorios más oscuros y de revelación, a zonas escarpadas de aprendizaje en las que el resultado no es la moraleja, sino la reafirmación después del dolor. Para conseguirlo, DeBlois articula un personaje sorpresa, a un incontestable villano de una maldad casi nihilista y un nuevo hecho traumático que condiciona la relación entre Hipo y Desdentado.

Pese a lo sombrío que pueda sonar, la película no pierde de vista su faceta lúdica, pero sí la confía a unos secundarios cómicos cada vez más desdibujados y accesorios (los amigos vikingos de Hipo). Su gran valor, sin embargo, es el de constituirse como majestuoso espectáculo tridimensional que parece no tocar techo: en sus momentos más hermosos y desatados, la pantalla se colma de dragones de infinitos tamaños y colores sobrevolando parajes que invocan el mismo asombro que la Pandora de James Cameron. Instantes de ilimitada belleza en los que el prodigio técnico saca pecho y confirma una era dorada de la animación cuyo horizonte no parece agotarse.

Anterior crítica de cine: “Un toque de violencia”, de Jia Zhangke.

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