Cine: «Babycall», de Pål Sletaune

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«La realidad anamórfica, el alucine, la paranoia, la fabulación o el delirio son algunos de los componentes patológicos por los que peregrina la fatalista película de Pål Sletaune»

«Babycall»
(Pål Sletaune, 2011)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.
 

 

La reproductividad técnica de la realidad alcanza su máxima expresión con los diferentes instrumentos que posibilitan la imagen en movimiento, sea esta un producto en mayor o menor grado voluntario de la inferencia, simulación y manipulación de su responsable germinal.

Respecto al resto de las disciplinas artísticas, el canal mediático que detenta el audiovisual multiplica y potencia su capacidad para transmitir un discurso complejo, amplificado en su capacidad para alojar significados, pero especialmente óptimo para construir y transmitir un discurso que prolongue el abstracto estado mental del individuo generador del mensaje –presente o no como sujeto dentro del enunciado–.

Si todavía no se les ha derretido el cerebro tras esta retórica interfaz digna del Negroponte más dogmático, podemos continuar con «Babycall», enésimo diagrama cinematográfico que busca trasladar el universo ficticio de la mente de un personaje al resto de la platea.

La realidad anamórfica, el alucine, la paranoia, la fabulación o el delirio son algunos de los componentes patológicos por los que peregrina la fatalista película de Pål Sletaune. Una fantástica Noomi Rapace (Anna) trata de reconstruir su vida junto a la de su hijo tras conseguir la custodia huyendo de un pretérito muy presente; la turbulenta relación con su expareja todavía le persigue allí donde ha instalado su nuevo refugio. Tanto el argumento, como la principal trama esbozada, se presentan sencillos de interpretar; poco originales en su planteamiento, puesto que la composición a descifrar se sustenta en la arquitectura esquizofrénica que envuelve el film como producto conscientemente manipulado.

Si bien el primer plano comienza por el final (tópico machacón), pronto se revertirá el amargor con una excelente decisión formal de las que se saborean a posteriori. Tras contemplar un largo primer plano de la mirada perdida de Anna viajando en el asiento posterior de un taxi (transparente ventana del estado interior del personaje), notificaremos en el siguiente plano, a su llegada al complejo residencial, la repentina presencia de su hijo, fuera de campo, descubierto solo gracias al movimiento de cámara. Solo accedemos a la concreción de esa realidad escondida gracias a una decisión gramática; obviamente hasta el avanzado desarrollo de los acontecimientos puede pasar desapercibida, no obstante comenzamos a percibir las cosas tal y como las percibe Anna, tal y como el director noruego quiere que las percibamos.

En la transfiguración o mutabilidad de la percepción de los espacios trasciende la forma en que estos se filman. La elección de escenarios anodinos supone una proyección al exterior del trastorno mental del protagonista: faltos de personalidad y sin posibilidad de ser identificados con ningún referente concreto, aunque obviamente la luz y la arquitectura establecen sinergias con la geografía escandinava.

Si analizamos el guion, «Babycall» también se beneficia de evitar romper la linealidad con flashbacks excesivamente explicativos en los que se enfangan la mayoría de las películas que parten como consecuencia del pasado. La ausencia de la voz «over» se antoja también como firme resolución que contribuye a agilizar la narración e integrar la confusión en la lectura del texto. Esta determinación la reconocemos como necesaria para construir la credibilidad y mantener nuestra vigilia. El juego con esta ambigüedad y los dobles sentidos ganan fuerza al desconocer lo que pasa por la cabeza del protagonista. Aquí los vínculos empáticos se estrecharán con la presencia que cobra el secundario Helge, interpretado por el genial Kristoffer Joner, coprotagonista de la única subtrama que permite tomar aire antes de converger en el último bloque para interpretar (y no entender) la desorientación del desenlace.

El final nos deja bastante helados por la insuficiencia con la que se da carpetazo al mundo que Anna ha construido a su medida. El dejar cabos sueltos no siempre estimula la reflexión para completar el enunciado, más si cabe cuando muchas de las señales que subrayaban el delirio desembocan en una irracional despedida que contradice el tono de contención que tanto ha costado estilizar.

Anterior entrega de cine: «El profesor».

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