Fernando Alfaro: «No deja de ser un disco triste para mí, por la muerte de mi padre y porque surge de una época que para mí fue un poco difícil»
A principios de mayo vio la luz, por primera vez en vinilo, la reedición del primer álbum de Chucho, 78. El disco, publicado en 1997 por la banda de Fernando Alfaro tras la disolución de Surfin Bichos, contiene himnos como «El detonador EMX-3», «Un ángel turbio» y «Sal» y conforma uno de los episodios más interesantes de nuestro rock alternativo. Sobre todo ello habla el propio Fernando Alfaro con Carlos Pérez de Ziriza.
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Fotos: JAVIER SALAS.
Justo en el año en el que el indie español salía (comercialmente) de las catacumbas porque Dover lo petaban desde Subterfuge con Devil came to me (1997) y se convertían en un fenómeno de ventas, Fernando Alfaro (Albacete, 1963) cicatrizaba la herida de la disolución de una de sus indiscutibles marcas precursoras, los Surfin’ Bichos, con el que era el debut de su nuevo proyecto, Chucho. Se llamó 78 (Virgin/Limbo Starr, 1997), fue un excepcional trabajo —aunque quizá no el mejor de su carrera: picos muy altos tiene— y ahora se ve editado por primera vez en vinilo gracias a Warner, con un nuevo arte de Javier Aramburu, basado en la edición original. Seguramente no sea la última reedición de la discografía de Chucho. Buena ocasión para charlar con (decirlo no es novedad, pero no por ello deja de seguir siendo necesario) uno de los mejores escritores de canciones del rock español de siempre.
¿Cómo afrontaste la publicación de 78? ¿Un salto al vacío? ¿Un empezar de cero?
Pues tenía un convencimiento brutal. Igual por inconsciente (risas). Javi (Fernández Milla), Juan Carlos (Rodríguez) y yo, hicimos piña desde el principio. Musical y personalmente. Se me abrió con ellos un mundo de posibilidades. Son dos talentos muy diferentes. En cuestiones de programación y de electrónica, estaban muy avanzados, y tienen una vastísima cultura musical. Veía que éramos un equipo muy invencible. Como esas pandillas de delincuentes que se saben poderosos (risas). Creé Limbo Starr, con David López y Carmen (S. Ulla) de socios, y con Isabel (León), mi pareja entonces. Fíjate si teníamos convencimiento, que luego lo dejamos y ellos siguieron con él. Y fuimos a Virgin. Teníamos buenas armas. El productor del disco, Matt Kemp, había sido auxiliar en Hermanos carnales (1992), de Surfin’ Bichos. Habíamos grabado con él en Lincolnshire, en una antigua capilla. Él había sido como el segundo de a bordo de Joe Dworniak, había aprendido con él. Como un aprendiz del gremio. Había trabajado con Kiko Veneno, Radio Futura, Pata Negra, Jarabe de Palo… hablaba español. En Virgin estaba el malogrado Nacho Sáenz de Tejada, una grandísima persona, a quien conocíamos de cuando estuvo como redactor cultural en El País, que me entrevistó en la época de Hermanos carnales (1992), ahí fue cuando le conocí. Virgin nos propuso varios productores, y entre ellos estaba Matt Kemp. Como lo conocía y había congeniado con él, apostamos por él. Grabamos en Madrid en julio y agosto del 96. Mi padre había muerto unos pocos meses antes de entrar a grabar: lo que es grabar las guitarras, lo haces, pero con la voz es todo más emocional, y me costó. Depende más de tu estado. Mi padre había muerto de un derrame, que es una hemorragia cerebral, y “El detonador DMX3” habla de “hemorragia mortal”, algo que yo ya había escrito mucho antes. Era devastador: no podía cantarla. Tuvimos que demorar la grabación de las voces un par de meses, hasta octubre. Cuando ya me había recuperado emocionalmente, lo hicimos en el barrio de Acton, en Londres, en el estudio de Joe Dworniak. Hicimos un trasvase a analógico porque a Matt Kemp le sonaba muy frío.
Como apuntas, quizá la mayor novedad respecto a los tiempos de los Surfin’ era la introducción de ritmos electrónicos. No sé si se aceptó como algo natural.
Sí, porque era algo muy de la época. Un crossover que se daba mucho en aquellos años. En Hermanos carnales (1992), de Surfin’ Bichos, sí que hay alguna canción, como “Ella y yo”, en la que con Matt Kemp metemos una programación electrónica, cuando era ingeniero auxiliar y nos hacía de claqueta para la batería, con varios elementos electrónicos con distintas cadencias. Era algo muy creativo, porque en un principio aquella canción iba a ser guitarra acústica, claqueta y voz, a lo Jonathan Richman, más espartano. Pero entonces no era un paso que diéramos de forma decidida. Él ni se enteró de que finalmente metimos la claqueta que se inventó para aquella canción, hasta que nos pusimos a grabar 78 (1997). Juan Carlos (Rodríguez) estaba muy puesto en programaciones, viniendo de República Gorila, donde se acercaba a veces al hip hop. Fue muy natural hacerlo así.
Fernando Alfaro: «Veía que éramos un equipo muy invencible»
Joaquín Pascual ya había debutado con Mercromina con Acrobacia (1995), y en el mismo año del debut de Chucho publica su secuela, Hulahop (1997). ¿Suponía un estímulo para ti, como una competencia sana?
Sí, sí, claro… vamos a ver, no nos engañemos: siempre hay una competencia. Sana, como dices, tan sana como que acabo de hablar con Joaquín hace media hora y hemos quedado para tomarnos esta tarde unas cañas. Con eso te digo todo. No había un resquemor, ni una envidia… como mucho una envidia sana, porque a mí me sorprendieron muy gratamente Mercromina. Yo no esperaba que Joaquín fuera capaz de componer esas canciones. El 98% de las canciones de Surfin’ Bichos las componía yo, y como él había estado componiendo por su cuenta, pues tenía un montón de material para los primeros tiempos de Mercromina. Yo no tenía ese ritmo. Lo primero que hice tras los Surfin’ fue el primer epé de Chucho, que eran cuatro canciones, que grabamos en el 95, y algunas canciones que habían quedado inéditas hasta el disco de rarezas de Chucho que hemos sacado hace nada, Prehistoria, demos y demonios (2025). En aquella época yo estaba demasiado disperso. Y si tenía algún resquemor no era con mis amigos de Surfin’ Bichos, sino con la industria. Con el trabajo en el que se había convertido la música. Como inevitablemente ocurre al final, si te quieres dedicar a ello. Tienes que pasar por el aro y aceptar las reglas del juego si te quieres dedicar a esto. Yo las aceptaba durante los cuatro o cinco años que duró la etapa de Surfin’ Bichos, pero llegó un momento en el que me quemé. Cuando se me pasó el escozor, ya tuve otra vez ganas. Tantas como para crear un sello discográfico, sacar allí el disco de rarezas de los Surfin’ Bichos (El infierno B. Rarezas, de 1996) y grabar un montón de canciones. Chucho y Mercromina llevábamos unas carreras bastante paralelas, y era guay porque nosotros incluso alentábamos esa especie de rivalidad, salvando todas las distancias y en todos los sentidos, del estilo de la de Blur con Oasis, que fue durante esos años, además. Pero nosotros nos llevábamos bien, éramos colegas, cada uno con su vida, porque las vidas de los grupos son muy nucleares, terminas conviviendo mucho tiempo.
“El detonador DMX-3” es seguramente el corte más significativo, no solo por lo que comentabas antes sobre la muerte de tu padre, sino por ser la que más profundidad de campo mostraba dentro del disco en cuanto a sonido, y sobre todo por haber sido incluida en la película Abre los ojos (1997), de Alejandro Amenábar, dando lugar a una colaboración que también nutrió parte del material de Tejido de felicidad (1999).
La propuesta profesional vino de Virgin, de Nacho Sáenz de Tejada. Creo que ellos editaban la banda sonora, bajo el paraguas empresarial de EMI. Nos propuso que una de nuestras canciones entrara en la banda sonora. En ella figuraron grupos de sellos muy diversos, casi todos independientes, era bastante indie rock, valga el término: vamos a quitarle un poco de mierda por encima (risas), que entonces se le llamaba así. “El detonador DMX 3” la eligió él, porque le había flipado. Y luego resulta que un amigo nuestro, Agustín Martínez, quienes es —por cierto— hoy en día uno de los tres escritores que hay tras la firma de Carmen Mola, y que es quien nos dirigió los videoclips de “Un ángel turbio” y “Magic”, era muy amigo de Amenábar, había compartido piso con él en la calle Manuela Malasaña, y fue él quien le convenció del siguiente paso que quisimos dar, aunque la iniciativa también había partido de Nacho (Sáenz de Tejada). Amenábar compone habitualmente sus bandas sonoras, en aquel momento creo que lo hacía en colaboración con Mariano Marín, pero Nacho nos propuso que grabáramos algo para la banda sonora de la película. Recuerdo que no hice solos dos canciones, hice más, como para un álbum entero, me flipé con un programa que se llamaba Sound forge, cogí la banda sonora e hice como ocho canciones. Pero no salió el proyecto de disco entero sobre aquello y decidí centrarme en las dos que finalmente salieron luego en Tejido de felicidad (1999), que fueron “Aguacero al infinito” y “Mi vida con fiebre”.
Fernando Alfaro: «Amenábar compone habitualmente sus bandas sonoras, pero Nacho nos propuso que grabáramos algo para la banda sonora de la Abre los ojos»
¿Es 78 (1997) tu disco favorito de Chucho o es otro? Lo previsible sería que me digas que sí, ya que es el que promocionas ahora.
78 (1997) me gusta por lo que supuso, que de repente sacáramos un sonido superbrillante, muy bueno, que sacaba a relucir todo lo que había dentro. Pero claro, no deja de ser un disco triste para mí, por la muerte de mi padre y porque surge de una época que para mí fue un poco difícil. En cambio, con Tejido de felicidad (1999) yo estaba en una situación personal mucho más pletórica. Porque había nacido mi hija pequeña, un año y medio después llegaría la segunda, y era todo muy luminoso: recuerdo ir escuchando el Moon safari (1998), de Air, en el coche mientras íbamos a grabar las voces al estudio de Kaki Arkarazo, con el paisaje nevado y el sol brillando. El sonido del disco traduce eso. La sierra de Aralar, ahí casi aislados por la nieve, grabando voces. Es el disco de Chucho que más magia tiene, valga la palabra (risas), porque traduce eso precisamente. Se nota en los arreglos, que son previos, y en cómo está articulado. Y luego llegó Los diarios de petróleo (2001), que es un disco más ambicioso, con veintisiete canciones, que es como un monstruo que conquista un montón de territorios, que tiene muchos brazos, pero a la vez tiene un corazón negro, que no es disperso, es al revés. Si tuviera que elegir, quizá me quedaría con Tejido de felicidad (1999). El último de aquella primera época, Koniec (2004), es un disco maltratado. No por la crítica ni por la gente, sino por nosotros mismos. Por la situación del grupo entonces, por cómo se grabó, por la elección de producción, hasta por los atentados de Atocha, que generaron un miedo general también, que recuerdo que Isabel (León) y las niñas venían a verme a Barcelona en tren y les costó llegar. Con el tiempo me gusta. Cuando se planteó por parte de Warner la reedición, o primera edición en vinilo, mejor dicho, de todos estos trabajos de Chucho, me preguntaron por dónde empezar, a ver qué tal va, y si todo va bien como debería, seguiremos editando el resto. El primer paso, el más obvio, hubiera sido empezar por Tejido de felicidad (1999), que es el más conocido, y tiene a “Magic”. Es el que más predicamento tuvo. Pero yo preferí empezar por 78 (1997), me parece más coherente y honesto. Y es un disco que mucha gente tiene en lugares diferentes de su corazón. Por ser el primero. Mucha gente me lo transmite.