Charles Aznavour, elegante maestro de la chanson

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“Todos los tiempos de una canción los manejaba Aznavour, que cruzó con todo su repertorio los oropeles, grietas y espasmos del siglo veinte”

 

Luis García Gil, docto en la canción de autor, se despide del último miembro de la vieja guardia de la chanson, Charles Aznavour, recordando cómo se erigió, mayúsculo, en la historia de la música popular.

 

Texto: LUIS GARCÍA GIL.

 

La chanson viajaba en su equipaje, en su labio crepuscular que cantaba para no morir. Aznavour cobijaba en su voz las grandes gestas de la canción francesa, aquellos Olympias encadenados e infinitos. Escucho mientras redacto estas líneas a su memoria “Olympia 72”, donde el trovador franco-armenio mantenía su estatus después de toda la polvareda posmayo sesenta y ocho. Destaca esa orquesta generosa y juguetona que precede la entrada en escena del artista que se sabía ya en el olimpo de la canción mundial. Aquel recital empezaba con el vértigo de ‘Je reviens’. No son tiempos —los de ahora— muy propicios para cierta lírica del gesto, de la modulación, del fraseo, de la canción elegantemente construida. Todos los tiempos de una canción los manejaba Aznavour, que cruzó con todo su repertorio los oropeles, grietas y espasmos del siglo veinte.

Ahora le recuerdo convertido en figura de cera en el Museo Grévin de París. Convertido en mito, en leyenda viviente. Le recuerdo también como parte de los mercadillos parisinos con aquellos elepés de los cincuenta y sesenta que le consagraron. Y cantando en castellano sus propias creaciones con adaptaciones que a veces firmaba Rafael de León. Aznavour fue mal traducido a nuestra lengua y sus canciones perdían en su registro en castellano parte de su potencial. Cítese, pese a ello, en su discografía española aquel cuádruple elepé titulado “Oro” que unía en una misma edición los nombres míticos de Barclay y de Movieplay.

En sus directos Aznavour no se desarmaba ni se desgarraba como Brel. Sencillamente vivía en cada canción, en cada relato, en cada historia. Con su porte menudo y su clamoroso dominio de la escena. Nunca olvidó el jazz como referencia sonora. Lo evoco en este instante rodando con Truffaut “Tirez sur le pianiste” o en la voz de la cantaora gaditana Ana Salazar. Escribió unas jugosas memorias (“Le temps des avants”), le cantó a la bohemia, a la Mamma y a una triste Venecia como símbolo del amor perdido, canción que por cierto le rechazaron.

En 1958 cantó por primera vez en Barcelona, en El Emporium, la boite de la calle Muntaner donde también cantó Jacques Brel en su única actuación en España. Nació, en aquel momento, una relación especial con Cataluña, que siempre se ha sentido muy cercana a la canción francesa porque representaba esa libertad que el franquismo negaba sistemáticamente. Cuando surge la Nova Cançó, uno de los referentes de esa francofonía será Aznavour. Al principio de su carrera Serrat siempre le citaba. Algunas de sus primeras canciones tienen ese sello aznavouriano: y ‘Si la muerte pisa mi huerto’ bebía indudablemente del ‘Qui?’ de Aznavour. Porque Aznavour ha sido escuela para muchos. Pónganse ‘Hier encore’ (‘Ayer mismo’) o ‘Jolies momes de mon quartier’ (‘Lindas chavalas de mi barrio’) y sientan la nostalgia abalanzarse dejándonos el rastro de su dulce herida.

 

 

Aznavour y Piaf, Aznavour y sus baladas poéticas de recién casado, como ‘Sur ma vie’ o ‘Parce que’. Aznavour cantando en el Carnegie Hall, Aznavour componiendo junto a Jacques Plante ‘La boheme’, Aznavour cantando en el Olympia, año 68, un enorme ‘J’ aimerai’ o ‘Les enfants de la guerre’.

Le cantó a casi todo y hasta el final con esa cursilería reivindicable en tiempos en los que la música popular que luce en los escaparates suele zaherir por su mal gusto. Jean Cocteau dijo: “Antes de Aznavour la desesperación era impopular. Ahora no”. Lo citaba Carlos Toro en su aproximación al mito en un libro para la afamada colección “Los juglares” de la editorial Júcar, de los escasos acercamientos a su figura en castellano.

Aznavour, que odiaba los domingos (‘Je hais les dimanches’), podía ser desesperado pero también dibujar la alegría de vivir, la ironía del mundo, el deseo palpitante como manera de combatir los desasosiegos cotidianos. Fue arriesgado también cuando tuvo que serlo e incluso vedette y animal escénico en noches de éxito incontestable. Y chocó con los biempensantes en canciones osadas para su tiempo como la prohibidísima ‘Après l’ amour’ o ‘Une enfant’, grabadas en los años cincuenta. Aznavour, como Sinatra, vendía indudablemente un estilo. Un estilo único e incomparable. El de la mejor chanson, la que evocaba Gil de Biedma en aquel enorme poema, “Elegía y recuerdo de la canción francesa”.

 

 

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