Bob Dylan de la A a la Z (1)

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Julio Valdeón recorre el abecedario dylanesco para celebrar el 76 cumpleaños de Bob Dylan, deteniéndose en los clásicos de su repertorio y los detalles más imprescindibles de su discografía. Aquí va la primera parte.

 

Texto: JULIO VALDEÓN.

 

Aquí va un diccionario caótico y enamorado del genio en su 76 cumpleaños. Las ausencias, de canciones, discos, personajes y anécdotas, de ciudades y libros, de novias y músicos, son muchas y, finalmente, inevitables: resumir la biografía de Bob en 15 folios equivale a empaquetar la peripecia del siglo XX en una servilleta. Tómenselo, más bien, como una carta de amor y una breve intro a la historia más grande jamás contada.

 

A, de ‘A hard rain’s a-gonna fall’: 1962 y Bob Dylan escribe la canción definitiva sobre la paranoia de la Guerra Fría y la Crisis de los Misiles. Eso sí, los observadores más perspicaces (pocos, la verdad), comprendieron a tiempo que la sobreabundancia de imágenes apocalípticas situaba a su autor más cerca de los profetas bíblicos, y de William Blake, que del folk politizado al uso. No, queridos, Bob nunca fue de izquierdas. Lo suyo es, si acaso, un anarquismo unipersonal e intransferible. La invocación de los textos sagrados tampoco nace con la trilogía religiosa de finales de los setenta. Pero si en los peores momentos de la fase cristiana predicaba, aquí adopta el papel de sibila que ha vuelto del futuro… y hay lobos bailando alrededor de un recién nacido.

 

B, de “Blonde on blonde”: El disco de los discos. Un doble álbum, el primero de la historia, que convierte a otros en su especie (“The white album”, “The river” y “London Calling”, por citar tres joyas) en manieristas ejemplos de obras mal editadas. Aquí no sobra nada. Un torbellino de surrealismo y furia con un Dylan en la cumbre de sus poderes expresivos, con una banda que funciona como un Fórmula 1 y unas canciones eternas. El fantasma de la electricidad le tenía cogido el pulso al zeitgeist de la época. De paso abrió las puertas de Nashville al rock and roll, y viceversa, transitando un camino que poco después recorrerían Paul Simon, Gram Parsons, los Byrds, los Rolling Stones y más luminarias. Estamos en 1966. Apenas lleva grabando cuatro años. Le ha dado tiempo a provocar, al menos, tres revoluciones: la del folk, que transforma en un vehículo de urgencia contemporánea y experimentación arty. La del folk electrificado, que arranca con la revolución del cataclismo en Newport ‘Like a Rolling Stone’ mediante (y a la que añade la revelación, ya demostrada por él mismo cuando tocaba desenchufado, que puedes cantar como Woody Guthrie y, al tiempo, escribir con la ambición de Rimbaud). Y ahora la de la implosión de la barrera que separaba el universo del rock neoyorquino y el apasionado, pero también puritano, ecosistema country.

 

C, de ‘Caribbean wind’: Grabada para incluirla en “Shot of love”, esta canción magnífica y arrolladora quedó fuera porque a su autor le parecía que, ay, no había logrado capturar en el estudio su potencial magnificencia. Dice Clinton Heylin, posiblemente el mejor biógrafo y estudioso del bardo, que bastaba con haber recuperado la toma en directo que ofreció en el teatro Warfield de San Francisco en 1980. Una, otra más, de las gemas que descartó en los ochenta un Dylan que seguía escribiendo como los ángeles, pero que también había perdido la imprescindible capacidad para evaluar objetivamente su arte. No es la única brutalidad perdida en sus años más irregulares: ‘Tell me’, ‘Series of dreams’, ‘Foot of pride, ’Yonder comes sin’, ‘Angelina’, ‘Lord protect my child’… De nuevo, algunas de las mejores obras de la década las firmó Bob Dylan. En un ejercicio característicamente perverso, a última hora las canjeó por canciones menores.

 

D, de “Desire”: Uno de sus discos más vendidos, con un single, ‘Hurricane’, que lo resituó a nivel comercial a mediados de los setenta, consolidando el triunfo, el año previo, del imperial “Blood on the tracks”. Un disco menos cuajado, menos perfecto, que la citada “Sangre en las pistas”, pero igualmente fascinante, y que dio lugar a una gira irrepetible. Sin duda, la que lo vio en la cumbre de sus poderes como vocalista. La apabullante “Rolling thunder revue”. Aunque hay un “Bootleg series” crucial que mezcla diferentes directos, todavía esperamos que editen, completo, alguno de los conciertos del 1975. La etapa del 76 ya está reflejada en el mercurial “Hard rain”, pero esa es otra historia: su matrimonio con Sara Lowlands ya estaba condenado y las interpretaciones son más abrasivas que las del 75, cuando todavía mandaba el espíritu del circo ambulante y la camaradería de los intérpretes (entre otros Joan Baez, T-Bone Burnett, Mick Ronson, Ramblin’ Jack Elliott, Roger McGuinn, sin olvidar a literatos como Allen Ginsberg y Sam Shepard).

 

E, de “Empire burlesque”: ¿Su peor disco de los ochenta? Sí, si no fuera porque le sucedieron truños como “Knocked out loaded” y “Down in the groove”. Aunque cierra con la delicada y magnífica ‘Dark eyes’, recuperada años después por una agradecida Patti Smith (Bob la fichó como telonera cuando la neoyorquina volvió a las tablas), y aunque en el disco tocan las fieras de los Heartbreakers, nada encapsula mejor su desorientación que el hecho de que fichara como productor a Arthur Baker. O que dejara fuera del disco la épica ‘New Danville girl’, la pieza que firmó junto a Sam Shepard, regrabada y reescrita, con resultados inferiores, como ‘Brownsville girl’ en “Knocked out loaded”. O que destrozaran la furiosa ‘When the night comes falling from the sky’ en la que tocaban Steve Vand Zant y Roy Bittan por una toma que pretendía, uh, ¿qué? ¿En qué pensaba cuando eligió la toma discotequera?

 

F, de “The freewheelin’” Bob Dylan: Ya con echarle un vistazo a la portada, con Bob y su novia de entonces, la adorable Suzie Rotolo, ya sabes que el disco será histórico. Lo fue y lo es. Publicado en 1963 lo convirtió en el líder indisputable del movimiento folk, que súbitamente abandonaba su condición bienintencionada y arcaizante para ponerle banda sonora a la lucha por los derechos civiles y, en el caso de Dylan, a la psique, apetencias y deseos de una generación asqueada con la plastificada América de los cincuenta. No menos de cinco de sus canciones forman parte del canon musical del siglo XX. ‘Blowin’ in the wind’, ‘Girl from the north country’, ‘Masters of war’, ‘A hard rain’s a-gonna fall’ y ’Don’t think twice, it’s all right’.

 

G, de Albert Grossman: Su primer mánager. Una figura temida, que gobernaba con los ademanes despóticos, y los beneficios, de los apoderados de entonces. Figura capital del Greenwich Village de los sesenta, llevó la carrera de Joan Baez, Phil Ochs, Peter, Paul and Mary (no es exagerado afirmar que el grupo fue una creación suya), Odetta, The Band y Janis Joplin. También la de Dylan, hasta que este resuelve que Grossman recibe demasiado dinero por los ingresos que generan sus derechos de autor e inicia una batalla legal que acaba de mala manera en 1970. Sí, Grossman era un tiburón. Pero protegía a sus artistas como nadie. Basta revisitar “Don’t look back”, el clásico de D.A. Pennebaker que sigue la gira de Dylan por Inglaterra en 1965, para comprender el fervor que profesaba a su cliente.

 

H, de “Highway 61 revisited”: En pleno periodo eléctrico, a la caza del sonido del mercurio, o sea, entre el rompedor “Bringing it all back home” (‘She belongs to me’, ‘Subterranean homesick blues’, ‘Maggie’s farm’, ‘Mr. Tambourine man’, ‘It’s all right ma’’, ‘It’s all over now’…) y el monumental “Blonde on blonde”, este huracán del 65, que arranca con ‘Like a Rolling Stone’ y no desacelera hasta desembocar en la mágica ‘Desolation row’. Entre medias, un manual para revivir el blues más allá del purismo narcotizado, unas letras que bien valen un Nobel, de Literatura y hasta de Física, y unas canciones subyugantes. Decir que es uno de los discos capitales de la era rock. Situarlo con los solos de Louis Armstrong junto a los Hot Five y los Hot Seven parece más apropiado.

 

I, de ‘I shall be released’: Grabada, como el resto de las “Basement tapes”, después de su accidente de motocicleta de 1966 en su refugio de Woodstock y en compañía de The Band (entonces The Hawks), las “Cintas del sótano” parecían ejercicios de estilo. Hoy sabemos que Dylan inventó la Americana durante aquellas sesiones, y que el periodo está entre los más espectaculares de su carrera. Ah, durante años solo circuló una centésima parte del tesoro, y el doble del 75, coordinado y producido por Robbie Robertson, no hacía justicia a la grandeza del proyecto. Pero lo que Dylan consideraba meros experimentos y, a lo sumo, canciones menores para vender a otros intérpretes, supone en realidad un canon que supera en calidad y resonancia a la obra completa de casi cualquier colega de oficio. ‘Tears of rage’, ‘I shall be released’, ‘Too much of nothing’, ‘This wheels on fire’, ‘Sign of the cross’, ‘Nothing was delivered’, ‘Going to Acapulco’, ‘Million dollar bash’, ‘I’m not there’… madre mía. El periodo entre el 66 y el 67 es uno de los más prolíficos y brillantes de su carrera. Tardamos años en descubrirlo.

 

J, de Jockerman: Sí, es de lo mejor de “Infidels”, y tocan Mark knopfler, que también produce (con desigual suerte), Mick Taylor y Sly & Robbie, y la canción regala estampas del fin del mundo y metáforas al rojo, pero las dos versiones supremas de ‘Jockerman’ son, sucesivamente, la primera toma, de abril del 83, y la recreación, junto a un trío de garaje, en el programa de David Letterman: tocada como un disparo, imperfecta y salvaje, loquísima (en un momento dado descubre que ha elegido la armónica incorrecta… ¡y deja al grupo colgado, en directo, para buscar la que corresponde!), la ‘Jockerman’ que descorchó esa noche tiene poco que envidiar a las interpretaciones de ‘Like a Rolling Stone’ en 1966 (descontados los estimulantes y opiáceos y la animadversión del público).

 

K, de ‘Knockin’ on heaven’s door’: Otro ejemplo de lo que hablamos cuando hablamos de Dylan. De un Dylan supuestamente menor, presa de un bloqueo creativo, que decide irse a desierto en compañía de Sam Peckinpah para rodar una película y que, oh, sí, escribe a toda velocidad una serie de piezas para la banda sonora y una cancioncita, nada, poca cosa. Apenas con cuatro elementos, una poesía decantada al extremo y un coro espectral, se las apaña en dos minutos y medio para sobresalir como una pieza de trascendencia cósmica que se asoma al más allá mientras dibuja paisajes de acre melancolía. Normal que en manos de medianías como Guns ´N´ Roses fuese, de lejos, lo mejor de su repertorio: ni ellos ni casi nadie escribirá jamás, ni en sus mejores y más psicotrópicos sueños, algo tan redondo y hermoso. Tan definitivo.

 

L, de “Love and theft”: Un disco oscurecido por las turbulencias históricas (se publicó el 11 de septiembre de 2001) que pronto fue reconocido como la confirmación de que Bob había vuelto para quedarse. Cómico y burlón, cultísimo y, ay, a ratos ligeramente benévolo con las apropiaciones, conforma un collage de todas las músicas de los EE.UU. que amamos para entregar varias canciones nacidas para la gloria, de ‘Mississippi’ (una outtake de “Times out of mind”, que sin embargo prefiero en esta reencarnación) a ‘High water (for Charley Patton)’ y ‘Sugar baby’. Dato importante: harto de que los productores, comenzando por Daniel Lanois, se creyeran más listos que nadie delante de la consola, Dylan resuelve autoproducirse con el pseudónimo de Robert Frost. Con resultados superlativos… e irregulares. La banda suena fresca, potente, cruda y engrasada, y los arreglos, espartanos, rezuman oxígeno. ¿Lo malo? Que lo que ganamos en franqueza lo perdemos en confrontación: a veces viene bien que el genio tenga enfrente a otra personalidad capaz de retarle.

 

M, de Mississippi: Es posible que Dylan, en su penúltima reencarnación, reclame para sí a Sinatra y Cole Porter, pero el afluente principal de su arte hay que encontrarlo en ese territorio atormentado del sur de los EE.UU. En el Delta (que en realidad no lo es, el Delta cae más al sur), que conoció el surgimiento del blues en las primeras décadas del siglo XX con genios del calibre de Charley Patton, Son House, Robert Johnson, Muddy Waters, Howlin’ Wolf y etc. No crean demasiado a los exegetas. El espíritu aullador de aquella música del demonio está mucho más cerca de las composiciones del pequeño y despeinado judío que soñaba con emular a Blind Willie McTell, y de sus demoledores fraseos, y de su lírica subversión, que de cien millones de guitarristas superdotados en cien millones de discos aburridísimos.

 

N, de ‘Not dark yet’: La canción más emblemática de “Time out of mind”, el disco con el que definitivamente reconquistaba sus poderes. Una reflexión nocturna con el foco orientado a la muerte. La versión definitiva, grabada en los estudios Criteria de Florida en enero de 1997, corta cual cuchillo, fúnebre y esperanzada a un tiempo. Al decir de algunos de los implicados en la gestación del disco, por ejemplo el guitarrista Duke Robillard, existe otra toma soberbia, registrada durante las sesiones iniciales en Oxnard, California, septiembre del 96. Una toma, dicen, más ligera y trotona. Lástima que no entraraen “Tell tale signs”, el deslumbrante doble álbum (triple si eras rico) con el que las “Bootleg series” celebraron el renacimiento dylanita de los últimos veinte años. Un disco, “Tell tale signs”, portentoso en repertorio y secuencia (por ejemplo la sensacional ‘Red river shore’, o una ‘Can’t wait muy’ superior a la que apareció en “Time out of mind”).

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