El oro y el fango: El hombre triste de las gafas negras

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«La práctica totalidad de pioneros del rock (Elvis al margen) ha conocido el olvido, cayendo en el cajón de los saldos, del que solo han salido puntualmente por razones extramusicales, y a él que han regresado con rapidez»

 

Juan Puchades recuerda en esta nueva entrega de «El oro y el fango» a Roy Orbison, el hombre triste marcado por la tragedia, y con él se aproxima a las olvidadas primeras figuras del rock and roll.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

No puedo evitarlo, cuando evoco a Roy Orbison (en esta ocasión ha sido un capítulo del libro «Acordes rotos», de Fernando Navarro, el que me lo ha recordado), un agradable bienestar me invade y, rápido, tengo que escuchar alguna de sus canciones. La cosa no tiene mucho sentido (aparte de que uno sea adicto a la melancolía o la depresión, que todo es posible), ya que cualquier comentario sobre él está teñido de tristeza y trae a la memoria esos episodios que todos conocemos: no solo sus canciones más inolvidables eran tristísimas, su vida resultó un dramón de aquellos espeluznantes: su mujer falleció en un accidente mientras conducía una motocicleta, dos años después se incendió su casa y perecieron dos de sus tres hijos. Dos décadas más tarde, cuando parecía que tras años de olvido su carrera remontaba el vuelo gracias a David Lynch y a la inclusión de ‘In dreams’ en «Blue velvet», a su posterior incorporación a los Traveling Wilburys y al concierto «A black & white night live» (con, entre otros, Bruce Springsteen, Tom Waits y Elvis Costello arropándolo y rindiéndole pleitesía), un infarto acabó con su vida a los 52 años. Toda una penosa epopeya de las que sirven de material inexcusable para periodistas de prosa florida fascinados por las grandes tragedias del rock y que alimentan biopics de los que hay que contemplar con la caja de kleenex en el regazo.

En la actualidad, en lo musical, recordamos a Orbison por sus magníficas y dolorosas canciones, por aquella voz inmensa, casi sobrenatural, por, evidente, ‘Pretty woman’. Pero al principio de su carrera le costó encontrar un lugar, su estilo. En las primeras grabaciones para Sun Records, Orbison fue un cantante de rockabilly, uno más de esos con los que Sam Phillips soñaba con encontrar a un nuevo Elvis. Pero el apocado Orbison, grandote, tendente a la redondez y con sus gafas oscuras (sus problemas visuales darían para un tratado oftalmológico) nunca sería una fiera desatada del escenario, ni el rock rápido su ideario. Lo suyo era otra cosa, en las emociones más hondas encontraría su camino.

En realidad, no fue hasta 1960, ya en el sello Monument, cuando Orbison dio con el traje adecuado a su tímida personalidad al componer junto a Joe Melson ‘Only the lonely’, un tema que desde el rock miraba al nuevo pop y traía resonancias del country, fijando un nuevo sonido Nashville en una producción de las que hacen época. En ‘Only the lonely’ Orbison ya desplegó su voz inigualable, plena de matices (sí, con esos crescendos operísticos tan característicos), los arreglos de cuerdas eran exquisitos y los coros sensacionales. Un tema colosal que, en realidad, estaba marcando los caminos por los que andaría el pop más selecto (Phil Spector, los Beach Boys o los Beatles le deben mucho a aquellas grabaciones). Además, estaba forjando el modelo de canciones para la soledad, para los corazones desahuciados, el del hombre sentimental que no duda en declamar que llora sus penas por ella (no todo iban a ser tipos duros, cargados de testosterona y rompecorazones en el rock). Ese modelo que mil veces hemos visto asociado a carreteras desiertas en noches oscuras, a la FM en la madrugada, cuando los que no pueden dormir sintonizan el dial para sentirse acompañados por una voz humana.

El éxito de ‘Only the lonely’ (número dos en las listas de Estados Unidos) situó a Roy Orbison en el mapa y ahí siguió, hasta que en 1964, durante el periodo conocido como «la invasión británica», logró imponerse de nuevo con ‘Oh, pretty woman’, destronando del primer puesto de las listas a los Beatles. El éxito lo trajo hasta Europa (en Inglaterra causó sensación), siguió grabando canciones sobre abandonos y solitarios que suspiraban por hallar una chica buena y guapa, pero cuando la tragedia lo azotó en 1966 y 1968, Orbison se replegó en sí mismo, ya no volvió a ser el mismo. Nunca como entonces ejemplificó de tal modo la soledad, pero ya no solo por medio de sus canciones, sino por su propia existencia y apariencia (su presencia, siempre vestido de negro, con las gafas oscuras y ese pelo bajo el que parecía querer ocultarse, fijaba la idea de un ser atormentado, alguien que vivía en el dolor). Durante los años setenta siguió grabando, pero manteniendo un perfil bajo, y le quedaron los escenarios de centroeuropa, siempre tan agradecidos con las viejas glorias.

Orbison supo del oro y el fango como pocos, pero al menos su muerte y sus grabaciones para Monument le han reservado un lugar de honor en la Historia. Sin embargo, la práctica totalidad de pioneros del rock (Elvis al margen) ha conocido el olvido, cayendo en el cajón de los saldos, del que solo han salido puntualmente por razones extramusicales, y a él que han regresado con rapidez: ¿Quién sería capaz de reconocer por la calle a Jerry Lee Lewis, a Chuck Berry o a Little Richard? ¿Cuántos sabrían citar títulos compuestos o interpretados por ellos?  (Lo mismo valdría para muertos como Buddy Holly, Ritchie Valens, Gene Vincent o Bill Haley.) Es verdad que sus carreras han sido erráticas, que sus biografías o declaraciones no han resultado particularmente ejemplares, que han vivido apegados a la nostalgia, a los éxitos de antaño. Pero, ¿ha sido por decisión propia o porque no les ha quedado más remedio? Los orígenes del rock and roll parece que pertenecieran al paleolítico, como si aquellas grabaciones resultaran hoy difíciles de escuchar, ásperas para el oído, incomprensibles. Sin embargo siguen siendo magníficas fuentes en las que calmar la sed.

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