El cine que hay que ver: «Shoah» (Claude Lanzmann, 1985)

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«La experiencia propia le impide ser objetivo (si tal cosa, la objetividad, es posible de algún modo) y mucho menos imparcial. Lanzmann remueve, con sus entrevistas, los recuerdos, provoca a los entrevistados para que ejerciten su memoria, y se inmiscuye en los pasajes que no quedan claros»

 

«Shoah», dirigida en 1985 por Claude Lanzmann, supera las nueve horas de duración y es un contundente testimonio contra la negación del Holocausto. Una película sin concesiones que Manuel de la Fuente nos recomienda.

 

Una sección de MANUEL DE LA FUENTE.

 

Monumental película que excede las nueve horas de duración y en la que se invirtieron once años de trabajo, “Shoah” es una reconstrucción de lo que fue el exterminio nazi de los judíos a través de las voces de diversos supervivientes, de uno y otro bando. A lo largo de una serie de entrevistas salen a la luz las experiencias, los recuerdos y las vivencias de quienes vivieron ese periodo único de la historia. Los primeros planos de los supervivientes se van fundiendo, según explican sus recuerdos, con imágenes de los diversos lugares del desastre en el momento en que se rodó la película. Paisajes cargados de subjetividad, como los campos de Auschwitz, de Treblinka o de Belzec, mostrados en ruinas, acorde a los recuerdos que los supervivientes quieren borrar de su memoria, sin conseguirlo.

Claude Lanzmann, escritor y periodista parisino nacido en 1925, decidió, en los años 70, volcar sus inquietudes en el cine, y se embarcó en la realización de esta película a la que se siempre ha negado la catalogación de documental: “Es una película excepcional, única en su género”, ha llegado a defender. Condecorado miembro de la Resistencia de la Segunda Guerra Mundial, Lanzmann decide mantener la historia viva en un documento realmente singular y atroz.
La experiencia propia de Lanzmann le impide ser objetivo (si tal cosa, la objetividad, es posible de algún modo) y mucho menos imparcial. Lanzmann remueve, con sus entrevistas, los recuerdos, provoca a los entrevistados para que ejerciten su memoria, y se inmiscuye en los pasajes que no quedan claros. Lanzmann no oculta esta circunstancia, e incluso la muestra, como cuando le recuerda al exdirigente de las SS Franz Suchomel, a quien filma con cámara oculta, su promesa de mantener su nombre en el anonimato. A este respecto, que provocó bastantes críticas, Lanzmann señaló que “quería mostrar que le estaba mintiendo, porque esta gente mentía a diario para matar a los judíos”. En ocasiones, Lanzmann se muestra persistente, no desconecta la cámara cuando los supervivientes se emocionan en su ejercicio para recordar, y el cineasta les insta a continuar, ante el valor documental de lo filmado.

La película se divide en dos etapas. La primera empieza con los recuerdos de Simon Srebnik, un superviviente que por entonces tenía 13 años de edad y al que los nazis utilizaban para que les cantara canciones en la región polaca de Chelmno. Al final de la guerra, Srebnik tenía que ser ejecutado. Afortunadamente, la bala no le dañó ningún órgano vital y fue recogido por un campesino. Más de treinta años después, Srebnik vuelve a Chelmno y comprueba que la antigua fábrica de muerte compuesta por dos gigantescos hornos crematorios han desaparecido por completo, y ya solo queda un claro en el bosque. La película va entonces buscando a protagonistas anónimos, supervivientes judíos que dan gracias a Dios por olvidar lo que vivieron (el caso de Michaël Podchlebnik, que tuvo que enterrar los cuerpos gaseados de su mujer e hijos), e incluso a colectividades, como los miembros de la localidad de Grabow, que demuestran un poso de sentimiento antisemita al afirmar que “los judíos eran los que tenían el capital”. Los habitantes polacos de Grabow ocupan ahora las casas que eran de los judíos antes de la guerra, y la antigua sinagoga se ha convertido en un almacén de muebles.
La huella humana que ha dejado el Holocausto en Polonia es visible. Lanzmann opta por filmar siempre las ciudades en días nublados, ya que no concibe que pudiera hacer buen tiempo cuando pasaban los trenes cargados de judíos a Treblinka, como llega a expresarle a un campesino polaco. Y la memoria constituye también un proceso de revisión, como el ejercicio de volver a realizar en tren el viaje a Treblinka, con el mismo maquinista que conducía las deportaciones y que confiesa que se emborrachaba todos los días para soportar los gritos y el hedor de su transporte.

Interesante resulta también el análisis que realiza ante las cámaras el historiador Raul Hilberg, para quien los nazis, de entre toda la barbarie, solo inventaron el Holocausto. Hilberg señala que la mayor parte de las leyes antijudías del Reich están basadas en antigua legislación que se remonta al medievo, y que la única novedad que pone en marcha el régimen de Hitler es la “Solución Final”, siguiendo la corriente de un proceso histórico de tratamiento hacia el pueblo judío que tuvo una primera fase en la conversión al cristianismo y una segunda fase en el exilio. Hilberg concluye que el exterminio se erige en la última fase de este cruel proceso de destrucción.

La segunda etapa de “Shoah” se centra, una vez realizado el contexto y asumido por una enorme cantidad de voces la existencia de los campos de exterminio, en el funcionamiento por dentro de estas fábricas de aniquilación, para concluir con la descripción de la vida en el gueto de Varsovia. Se emociona Abraham Bomba, un peluquero judío que cortaba el pelo a las víctimas dentro de la cámara de gas de Treblinka en la última acción antes de proceder al gaseado, quien no puede olvidar su impotencia al serle prohibido desvelar cuál era el destino inmediato de sus “clientes”: el que se iba de la lengua, acababa incinerado vivo en un horno. No faltan, a este respecto, los detalles de la parafernalia nazi para ocultar a los judíos de Treblinka su futuro. Ni tampoco falta una descripción somera del interior de un campo como Auschwitz o la misma Treblinka, que en sus mejores momentos de “producción” llegaban a quemar a 15.000 judíos diarios, cifra reconocida por el propio Franz Suchomel.

La cámara de Lanzmann intenta situarnos y ponernos en la piel de las víctimas. El plano largo, cámara en mano, de la entrada a Auschwitz es una buena muestra del horror que, aún hoy despierta, la visión de la macabra puerta. Las imágenes de lo que queda del gueto de Varsovia también arrojan una pequeña perspectiva del sufrimiento extremo, manifestada en testimonios conservados de la época, como el diario de Adam Czerniakow, el presidente del Judenrat de Varsovia, que se suicidó en 1942, y que describe auténticas escenas dantescas, que concuerdan con el relato de Jan Karski, mensajero del gobierno polaco en el exilio y que describe el ghetto como un espacio “ajeno a la Humanidad”. Finalmente, el film concluye con el testimonio de Simha Rottem, un fugado del gueto de Varsovia que trata de conseguir de la Resistencia polaca armas para mantener la revuelta del año 42. La Resistencia les niega a los judíos estas armas y el gueto acaba aplastado. Cuando Rottem regresa, su desesperación final es el último mensaje de la película: “Soy el último judío, esperaré a que llegue la mañana, esperaré a que lleguen los alemanes”.

Documento pesimista pero que busca la construcción de una memoria viva para evitar la repetición de esta catástrofe, “Shoah” (vocablo hebreo con el que se designa al Holocausto) es una cinta que mantiene el interés desde el principio hasta el final. No se trata de un documental al uso con imágenes de archivo, sino un crisol de voces perfectamente ordenado y montado que trata de explicar lo que ocurrió en el centro de Europa en la primera mitad de los años 40. La crueldad inexplicable, la lucha por la supervivencia, el recuerdo de unas vivencias que parecen de otro mundo conforman un magnífico film que abre en el cine caminos pocas veces explorados como instrumento de preservación de la memoria. Con “Shoah” queda testimoniada una parte de nuestra historia más reciente en un ejercicio doloroso y, al mismo tiempo, imprescindible.


Puedes leer a Manuel de la Fuente en La Página Definitiva.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Sopa de ganso” (Leo McCarey / Hermanos Marx, 1933).

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