Libros: “Celacanto”, de Jimina Sabadú

Autor:

“Resulta increíble que alguien que no llega a los treinta años posea esta sublime maestría al describir la degradación de una familia, sabiendo construir unos monólogos infantiles creíbles y asumiendo en sí misma tanta melancolía”

“Celacanto”
Jimina Sabadú
LENGUA DE TRAPO


Texto: CÉSAR PRIETO.


Hay una imagen en “Celacanto” que resulta conmovedora, brutamente emotiva, un verdadero centro magnético del que al fin y al cabo todos los personajes beben: la muerte del dermatólogo Santiago Irureta en el sofá de su casa, asistido con una taza de té por su hija Maribel, aquella que había saltado hacía años por el balcón vecino al sofá. Y se había matado.

Es una imagen que abre y cierra la novela, una rama madre en que la joven Jimina Sabadú –madrileña, reciente premio Lengua de Trapo, inmenso talento literario que debe reforzar– sabe anudar la historia de su nieto Jorge, hijo de su otra hija, Emilia. Jorge, extremado en sensibilidad y en imaginación, pobre en recursos sociales, agostado por el matón del campamento donde le envían unos padres perdidos e imbéciles para solventar esos problemas. Ese Jorge que, con fobia a la capacidad devoradora de los peces, explica la desaparición de su perseguidor Gonzalo con la aparición de un celacanto que, simplemente, se lo tragó en el lago del campamento. Ese Jorge que años después, en un despacho compartido, asiste con la misma distancia a la muerte de su abuelo y a un correo electrónico que le recuerda los hechos.

En esencia, la novela nos embauca en esta trama, y escojo el verbo embaucar porque todo lo que no es trama en la narración, es decir, todo lo que es literatura, está resuelto de forma maravillosa –en todos los sentidos de la palabra–, resultando increíble que alguien que no llega a los treinta años posea esta sublime maestría al describir la degradación de una familia (en tres párrafos y a la manera de Galdós), sabiendo construir unos monólogos infantiles creíbles y asumiendo en sí misma tanta melancolía.

Otro de los logros de la novela es el perfil de los secundarios, a un punto de ser magistrales: Violeta, la compañera de Jorge que explota las últimas magias de la infancia antes de pasar a la pubertad; el propio Gonzalo, sibilino también con la palabra o Javier Marinero, cuya teoría cercana a las fichas de Charles Fort –infórmense sobre este personaje y me lo agradecerán– es la que desencadena el recuerdo. Sí, y el final es sorprendente, quizás, pero tampoco hacia falta, la autora ha ido desgranando tantos hechos cotidianos y extraños sin explicación que ha castrado la sorpresa, el viaje de Emilia a Irún embarazada de Jorge o esos insectos que mueren y que indican que las cosas ocurren sin posibilidad –ni necesidad– de atajarlas.

Anterior entrega de libros: “Crimen en el Barrio del Once”, de Ernesto Mallo.

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