New York Land (6): Canción de terciopelo para Edith Piaf

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«La voz de Wainwright vuela esbelta, muerde donde debe y termina por construir una empalizada de corazones que chorrean sal, amontonados al pie del micrófono»


Julio Valdeón, mientras escucha el nuevo disco de Lucy Wainwright Roche, asiste al concierto, en un club neoyorquino, de su hermanastra Martha en el que repasa el cancionero de Edith Piaf.

 

Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

Que la familia es filón para psicoanalistas nadie lo discute. También puede ejercer como nido de ametralladoras y colchón del parata. A veces, incluso, es piscina donde en vez de cocodrilos lloran nenúfares. Eso al menos ocurre con la muy brillante saga Wainwright. Del iconoclasta pater familias a la benjamina todos salieron poetas, hijos del rayo que hacen más grata la dictadura de los rompecostillas que soportamos cada vez que enchufas el periódico u hojeas la web. Ojo, no hago aquí el relato de un clan en perpetuo romance. Igual que los cariños abundantes fueron los zarpazos, rastreables en multitud de letras afiladas, incluso caníbales. Sin poso de bilis, eso sí, llega lo nuevo de Lucy Wainwright Roche. Con veinticinco primaveras, es hija de los cantautores Loudon Wainwright III y Suzzy Roche, ex vocalista del grupo The Roches (todo quedaba entre hermanas, la mencionada Suzzy más Maggie y Terre). Su primer disco, «Lucy», publicado esta semana, ofrece la delicada respuesta a unas tardes de vino y desarraigo, con los blancos tigres del invierno arañando mi puerta. Mientras en Nueva York esperamos la primera nieve, hacemos acopio de abrigos y llamamos a la casera para que encienda, sin resultado, la calefacción, al menos contamos con esta oriunda de Brooklyn, nieta del editor de «Life» y escritor de canciones Loudon Wainwright Jr., y sobrina de la también cantante Sloan Wainwright (interesante su último disco, «Rediscovery», en el que con voz de trueno visita clásicos insepultos de Johnny Cash, Neil Young, Bob Dylan o George Harrison).

Y el pasado martes me reencontré con otra de las luminarias que alienta el apellido, Martha Wainwright. Hermanastra de Lucy, Martha es hija de Loudon Wainwright III y la cantante Kate McGarrigle, fallecida el pasado enero y componente, junto a su hermana Anna, de un exquisito dúo que lo mismo facturaba impecables incursiones en los pastos folk que ponía radiantes coros en obras de, por ejemplo, Nick Cave. También es hermana de, faltaría, Rufus Wainwright, el gran Rufus, bufón y genio que como los payasos de Shakespeare encuentra cascabeles de quebradizo fuego en lo más denso de la noche más ciega. A Martha la telonearon sus jóvenes primos, Sylva y Lily Lanken, hijos de Anna y ya en posesión de un talento que parece emborrachar los tirabuzones de su adn. El concierto tuvo lugar en la sala Le Poisson Rouge, en el Greenwich Village que fue hogar de parte de la saga durante años. Allí, casi enfrente del siempre recomendable Terra Blues y el legendario Bitter End (abierto desde 1961 y hogar, entre otros mil actos, de los que un inquieto Dylan protagonizó a mediados de los setenta mientras reclutaba violinistas callejeros y maduraba la Rolling Thunder Revue), en una calle, Bleecker, que a pesar de las desodorizadas franquicias, las malditas tiendas «fashion» y demás repugnantes postizos todavía alimenta al melómano trescientas sesenta y cinco lunas al año, la pequeña, inquieta, dicharachera, a ratos encorvada y siempre resplandeciente Martha se marcó un sentido oratorio por Edith Piaf. Obviamente, nada nuevo, pues el disco en el que basa su celebración de la francesa existe desde hace un año. Fue grabado durante una serie de recitales con público en el Dixon Palace Theatre de Nueva York. Sólo que EFE EME, faltaría, no vive de la exclusiva, y un buen concierto siempre merecerá sus líneas. Que sean otros los que naveguen errantes entre publicidad y carteles, condenados a repetir una y mil veces la putrefacción de lo nuevo.

«Sans fusils, ni souliers, á Paris»: Martha Wainwright picotea en los inmensos caudales de la Piaf. Cero ‘La vie en rose’ o ‘Non, je ne regrette rien’. La consigna, intuyo, huir de emblemas y altares, demasiado sobados, tan cargados de aura, saliva mítica, reverencias, como para encontrarles ya la necesaria vuelta, el contrapunto original, el paréntesis con algo que decir y estilo para hacerlo. Inteligente elección, pues, la de una Martha que arrancó a pequeños pasos, como tanteando las tablas, para poco a poco abandonarse en los sulfúricos efluvios de la partitura. Dado que Piaf y sus poemas invitan al grito, hace bien en lacerar su bendita garganta sólo cuando toque descerrajar el tiro imprescindible. Ayudan los arreglos, masajes fronterizos de una guitarra que por momentos parece cantar bajo el espinoso cielo de Sonora, el sobrio contrabajo, un piano con chispazos blues, a los que añadir la ocasional trompeta y el guadianesco acordeón, y el hecho de que en ésta su aparición del Le Poisson Rouge no haya rastro de coros. Arrinconado en una esquina de la barra, con una columna enfrente que dificulta la visión de parte de la banda, disfruto incluso a pesar de los condicionantes (los clubs de Manhattan no destacan por su austera vigilancia del número de espectadores, y apuran, siempre bajo el imperio de la ley, hasta que no haya un centímetro libre. El premio acaso le corresponda al B.B. King Blues, en la 42, donde las mesas de seis comensales acostumbran a soportar la presencia de ocho, a veces incluso diez clientes, que no tienen, ni mucho menos, porque conocerse).

Avanza la noche. Por momentos me acuerdo de Amparo Sánchez y su fabulosa reinvención en cirujana del sentimiento junto a los siempre estimulantes y reptilianos Calexico. Como en el caso de la jienense, el despojo, la austeridad, refuerzan el trote de una música que gana al sonar velada. Así, la voz de Wainwright vuela esbelta, muerde donde debe y termina por construir una empalizada de corazones que chorrean sal, amontonados al pie del micrófono. Una tras otra caen ‘La foule’, ‘C’est toujours la mème historie’, ‘Hudsonia’, ‘Une enfant’, ‘Marie Trottoir’ o ‘Le brun et le blond’. Agradezco de paso que no haya rastro de los retoques y sarpullidos que, en mi opinión, desleían las canciones de «I know you’re married but I’ve got feelings too», su disco de 2008, ese que siempre arranco valiente y remato desalentado, distraído por tanta y tan abigarrada presencia de cromados. No me quejo. Ha sido un concierto que entre el homenaje respetuoso y mustio y la reinvención a cuchillo opta por el no siempre «injusto término medio». Ha crecido en intensidad a medida que las aguas corrosivas, de un verde lujurioso, de unas tonadas a las que no amortiguan las modas, trepaban por entre las mesas, mojaban su cola de dragón en los vasos del respetable y finalmente caían exangües junto a los tacones de una Wainwright que sin ser Piaf (quién puede serlo) sale viva y reforzada del envite. Al llegar a casa busco el directo que recopila actuaciones en el Olympia de París entre 1955 y 1962, mas, ay, el maldito CD se niega a rular. Destruido por un uso y abuso poco exquisitos, no entiende, detestable plástico, que las cicatrices mejoran el canto, y que las arrugas, lejos de lo proclamado por los mercaderes de ungüentos, son el peaje inevitable del arte a quemarropa.

 

Anterior entrega de New York Land: Springsteen noir.

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