Wild card: La conspiración de Acuario

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«Aquella fase new age no es que me quitara de ser gilipollas, pero si ayudó a abrirme los ojos y los oídos. Desde entonces no es ya que no crea en nada, pero al menos no creo muy seriamente en mí mismo y eso es importante, te libera de muchas cosas, sobre todo de prejuicios»

Darío Vico confiesa que en los años noventa cayó en las garras de Acuario y comenzó a escuchar con entusiasmo música new age. Y no es broma.

 

 

Una sección de DARÍO VICO.
 

 

 

Una vez intercepté un mail didáctico de una promocionera a otra:bueno, lo interceptamos media profesión, la pobre copió por error como destinatario su libreta de direcciones enterita– que desmenuzaba a toda la crítica española, y concretamente sobre mí decía, más o menos, “a éste mándale todo lo que suene a ochentas, que se quedó ahí”. Ahora, Pilón me data emocionalmente de aún más atrás, nada menos que de aquellos tiempos remotos y mitológicos en los que los defensas centrales se parecían a los miembros de Redbone y no a los protegidos de Kike Santander, aquellos años en los que había coches con seis ruedas en la Fórmula Uno y bocadillos de membrillo capaces de desencajar la mandíbula a un Gnatosaurio.

Pero hoy voy a demostrar que soy mucho más contemporáneo de lo que se piensa y trasladarme nada más y nada menos que a los noventa. Pero a mis noventa, que no son los del grunge, el rap y su puta madre. Y es que, aunque en cuanto vi aquella portada del «RDL» sobre Pubic Enemy fui como alma que lleva el diablo a comprarme el disco, y lo escuché, y me flipó, he de reconocer que pensé “esto está todo muy bien contado y yo no tengo nada que decir. Esto es para críos”. Creo que acerté, porque me parece que no pintaba nada haciendo como que entendía las letras de De la Soul y fingiendo que me molaban más que Stevie Wonder.

Tampoco entré excesivamente al trapo del grunge. Sinceramente, también me veía ya mayor para tanta devastación adolescente, le sacaba un par de años a Cobain y, de verdad, siempre he sido más bien de artistas que se lo toman todo, sobre todo lo más serio, la vida y la muerte, un poco a broma.

Mi gran apuesta para los noventa fue la new age.

A mí me había gustado siempre la música instrumental, porque te deja mucho espacio a la elucubración. Por ejemplo, mi padre tenía los discos aquellos de Tangerine Dream y el “Aqua” de Edgar Froese, y alguno de Klaus Schulze. Mi tío, los de Jean Michel Jarre y Space. Yo me compré los de Esplendor cuando salieron. A principios de los noventa había sobrepasado el ecuador de los veinte y me empezaba a sentir  como que necesitaba una música para envejecer con cierta dignidad. Y ahí apareció la new age.

El anuncio de una nueva era llegó a España, como suele ser normal en estos casos, a través de una triada santa y cósmica. Por un lado, las fuerzas druídicas y del paganismo celta representadas por Enya. Por otro, la herejía centroeuropea frente a la música culta que representaba Wim Mertens. Las energías ocultas y chamánicas del nuevo mundo estaban sintetizadas en la música de Lito Vitale. Los tres se colaron nada menos que en las listas de ventas de la Afyve y fueron galardonados con discos de metales preciosos. Media docena o así de oro para la irlandesa, uno por cabeza para el belga y el argentino, que es como para flipar si lo piensas hoy en día. Vitale, que yo estuve allí, petó el teatro Monumental madrileño en su primera visita al foro, lleno de chicas guapísimas de mi edad de entonces, o treintañeras, con el chakra a punto de nieve (hoy serán las que van, ya más maduritas, a escuchar a Jodorowsky).

Detrás se colaron un montón de cosas. El Corte Inglés importó a saco los discos de Windham Hill, con stand dedicado y aquel lema de “El sonido de una gota de agua”. Llegaron Paul Winter y sus ballenas cantarinas, Kitaro, Andreas Vollenweider, David Arkenstone, un montón de gente. Los recopilatorios “Música para desaparecer dentro”, muy bien tirados y con mucho gusto por mi amigo Paco Gamarra, de GASA. Que se los curró a fondo (y vendieron como rosquillas). De pronto, todas las discográficas grandes y pequeñas tenían dos docenas de artistas de la nueva era. Eso sí, aquello era como abrir un sobre de Magic; de cada quince te salía algo interesante a la larga si tenías suerte, aunque la primera impresión era que todo era acojonante.

Trecet se convirtió en el sumo sacerdote. Hablaba con voz grave y solemne que no se escuchaba en las radios españolas desde que desaparecieron de la programación las comparecencias eclesiásticas de los domingos y predicaba la belleza ante todas las cosas. Yo lo escuchaba un poco como un morisco infiltrado, como un Woody Allen mozárabe (tenía mis dudas sobre muchas cosas). Me hice con un montón de aquellos discos y en un momento dado me di cuenta de que había algunas cosas que no pasaban el corte ni de lejos. Y que de nuevo no tenían nada, y que estábamos haciendo un poco el canelo. Y que me había gastado tres talegos en un tocho de seiscientas páginas que se llamaba “La conspiración de Acuario” que no me iba a leer ni por el forro. Y es que cuando has sido punk a los once años, el futuro te alcanza hasta que rompa la nueva ola, no la nueva era.

Pero entre unas cosas y otras me tiré un año o dos escuchando ballenas, susurros en el bosque, cítaras, salterios y jazz de fusión flojeras. Y también cosas muy interesantes, y me di cuenta que el conocimiento es la medida de tu desconocimiento; Trecet había convertido aquello en una radiofórmula cósmica y se había enrocado en Nightnoise y cosas así que a mí no me decían mucho, pero eso ayudó a que Arpafolk, una distribuidora de la época que traía sus discos:y se hartó a venderlos–  invirtiera en la importación de celtarras pioneros que yo desconocía, como Plantxy, Bothy Band… Y de la misma manera, que más o menos se despacharan bien los discos de algunos guruses con cardados de la Zentropa hizo que se volvieran a distribuir cosas como el catálogo de Sky, bastante interesante (y que acabé comprando en liquidaciones). O que de Mertens acabara en Mompou, al que desconocía.

Tirando del hilo siempre se saca algo. Todo aquello se paró porque creo que entre otras cosas a lo largo de los noventa se remontó una crisis. Que al final como pasa siempre con las crisis son más económicas que espirituales, y la gente sintió menos necesidad de meditar y más de aprovechar y pasárselo bien, así que lo de la nueva era se difuminó y se empezó a hablar de las nuevas músicas, ya sin coartada metafísica. Yo entre unas cosas y otras me había perdido el grunge y el hip hop, de lo que me siento afortunado. Con la música te pasa una cosa, cuando realmente te gusta mucho; primero, de crío, antes de saber nada, eres una esponja, lo absorbes todo y escuchas sin apenas preguntar ni catalogar, lo mismo te da cuatro que cuarenta y Camilo Sesto que Marc Bolan. Cierto que a mi me tocó vivir con once el 77 y eso te parte por la mitad, pero con eso y con todo, yo escuchaba “Never mind the bollocks” y “Concierto para adolescentes” con la misma sensación de no comprender nada y entenderlo todo.

Luego hay un momento en que te vuelves gilipollas. Te importan cosas que realmente no tienen importancia y realmente te crees que sabes todo sobre algo, que es lo mismo que no saber nada de nada, porque además te cierra a otras fuentes (eso ahora pasa mucho). A mí aquella fase new age no es que me quitara de ser gilipollas, pero si ayudó a abrirme los ojos y los oídos. Desde entonces no es ya que no crea en nada, pero al menos no creo muy seriamente en mí mismo y eso es importante, te libera de muchas cosas, sobre todo de prejuicios.

Todo esto viene un poco a cuento porque ahora que estoy estudiando he recuperado muchos de aquellos viejos discos para escucharlos mientras leo y trato de concentrarme. Sigo sin ver a Dios por ninguna parte y mi aura tampoco se ha manifestado. Pero he redescubierto cosas interesantes y no quería dejar de compartirlas. Son todo discos que compré en aquella época:

Piero Milesi: “Modi” (Uno de esos discos raros que de pronto aparecían en el catálogo de Cherry Red).
David Sylvian: “Alchemy” (en realidad Sylvian no es de ese rollo y me ha gustado toda la vida, pero lo meto aquí).
Luis Delgado: “Alquibla” (uno de los músicos españoles más interesantes que conozco).
Jorge Reyes: “Comala” (La constatación de que los extraterrestres estuvieron en México y que algunos se quedaron).
David Naegele: “Temple in the forest” (Este incluye pajaritos. Tardosetentero, del 82).
Frank Perry: “Deep peace” (Este sí te ayuda un poco a verte el aura, así de soslayo).
Roedelius: “Geschenk des augenblicks” (De los planeadores hablaré otro día).
Wim Mertens: “Maximizing the audience” (He de reconocer que este molaba, aunque era la punta del iceberg de muchas cosas que ni sabía ni aún sé que existen).
Triona: “Triona” (Más cerca de Sandy Denny que de Enya).
Variso: “Erdenklang: Looking east” (Un recopilatorio de este sello acojonante sobre músicos electrónicos primitivos de la Europa del este).
+
Philip Glass “Einstein on the Beach” (Porque en una edición del Festival de Otoño me lo tragué enterito en directo, y no solo esto, sino una de Byrne y Robert Wilson, no sé si “The Civil Wars”. Soy un héroe de la nueva era. Claro que a cambio lo flipé con Steve Reich en la salita Olympia).
Y aunque no tenga nada que ver con esto, escuchad a Tuxedomoon (porque los discos de Steven Brown, Blaine Reininger, Winston Tong y etc. se intentaron reciclar en esta época, sin éxito).

Anterior entrega de Wild card: La edad de oro.

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