Un gusano en la Gran Manzana: Mike Bloomfield, la merecida recuperación del genio de la guitarra

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«Drogota, atormentado, bohemio, pasó mucho de la fama y aunque participó en muchas de las grandes aventuras del periodo, y su guitarra anticipa la de Hendrix»

 

Se le conoce por haber tocado con Dylan en su conversión eléctrica (‘Like a rolling stone’), fue influencia para Hendrix, pero su vida oscura dedicada a las drogas y su muerte prematura lo relegaron a un segundo plano en la historia. Ahora, una caja recuerda la obra de Mike Bloomfield.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

En los mares del rock and roll abundan las dentelladas, y hoy más, liliputiense mundo entre youtubes, relegado a la nada honorable posición de entretener patrocinadores y musicar yogures que activan tu bajovientre. Si nunca hizo prisioneros, ni siquiera en los días de vino y rosas, imaginen cómo será la cosa cuando los grandes nombres tienen que hacérselo en acústico, quiero decir, despedir a todo dios y pilotar la furgoneta, ejercer de pipa, técnico de sonido, abogado, mánager, cartelista, productor y hasta groupie, soñándose Jagger o Page mientras se pajean en un motel cutrísimo a las tres de la mañana, luego de concluir el bolo, apilar los trastos y cenar doscientos gramos de mortadela. Aunque tampoco idealicemos el pasado: siempre abundó la desconfianza, el yo-me-lo-guiso-y-me-lo-como, la negación del fracaso ajeno como forma de conjurar el miedo. Por eso, supongo, sorprende para bien la entrañable caja dedicada a Mike Bloomfield, patrocinada y diseñada por Al Kooper.

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Kooper tocó el órgano en ‘Like a rolling stone’. A Kooper le gustan las gafas de sol y liarse con las fechas, los nombres y los hechos cada vez que alguien, en algún documental, le pregunta por ‘Like a rolling stone’. No es un genio, pero participó en la canción definitiva, lo bordó, estuvo enorme, y basta para que lo amemos. Bloomfield también participó en aquella sesión. Él sí era un genio. Visceral y obsesivo. Quemaba los discos de Muddy Waters y el Chicago South Side, la herencia Chess, porque allí irradiaba la piedra filosofal del asunto, el meollo que había que resolver si querías graduarte. Superdotado instrumentista, no sobrevivió a su pasado de niño bien, judío, blanco, en mitad de las turbulencias setenteras. Drogota, atormentado, bohemio, pasó mucho de la fama y aunque participó en muchas de las grandes aventuras del periodo, y su guitarra anticipa la de Hendrix, y puedes escucharlo, imperial, en la Paul Butterfield Blues Band, apenas probado el reconocimiento decidió esconderse, huir de sí mismo, apaciguar fantasmas en el tigre a base opiáceos.

Se apagó rápido, adobado por múltiples venenos. Estaba escrito, o decidido, o soñado, que palmaría con treinta y siete años, en el arranque de los ochenta, cuando la música que idolatraba, el blues, veía diluida su crudeza primigenia, su sustrato inflamable, en el rock aseado, pulcro, blando, higienizado y mierdoso, o en el techno irónico y repeinado, que iba a dominar las listas de entonces. Puedes ir de ecléctico por la vida, rechazar sectarismos, leer «Pitchfork» y «Uncut», «Mojo» y «Rolling Stone», pero no te engañes. Si lo tuyo, en el fondo de tu corazoncito, es aquello, y me parece bien, dudo que escuches regularmente a Sonny Boy Williamson, Robert Nighthawk, Skip James o Blind Lemond Jefferson. Tampoco a Bloomfield, claro, cuyo fracaso vital y comercial termina por ser la última de sus ofrendas al panteón blues, discípulo fiel incluso en el final trágico, o estúpido.

La caja que lo homenajea, «From his head to his heart to his fingers», se compone de tres discos («Roots», «Jams» y «Last licks») y un documental («Sweet blues: A film about Mike Bloomfield»). Recorre el arco completo. Arranca con la audición ante John Hammond (podría hacerse una box-set fabulosa solo con recoger las audiciones que el príncipe de Columbia auspició, Cohen, Dylan, Springsteen, etc.), a las postrimerías, incluida una descomunal recreación de ‘The Groom’s still waiting at the altar’, grabada junto a Bob y su banda en el teatro Warfield de San Francisco, el 15 de noviembre de 1980. El tipo de directo dylanita, amigos de Sony, que queremos paladear en las «Bootleg sessions».

Añadir que Bloomfield debiera de odiarle. Muchos de sus discípulos tomaron lo peor de su legado. Creyeron que el arte de la guitarra pasa por abrumar con trucos. Olvidaron el fuego, el duelo, la rabia cósmica que anida en cada detalle, arpegio y dentellada de un Mike titánico. Suena bobo, y lo es, pero permitan el tópico, porque a veces consuela: en algún lugar, en algún «juke joint» rubio de whisky y humo, el bueno de Bloomfield estará improvisando junto a Little Walter, Jimmy Rogers y Otis Spann. Tocan bronco y dulce, tocan solemnes y enfadados. Con las venas desnudas y las tripas abiertas tocan, sí, tocan y tocan un ruido del demonio. Tóxico como el licor de tus labios o el aguijón feroz de los mejores escorpiones. Lo llaman blues, y créeme, electrocuta.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Un gusano en la Gran Manzana: La muerte que nos come.

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