Un gusano en la Gran Manzana: Gloria a los Stones

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«La deuda con estos tíos resulta demasiado grande, y son muchos los discos maestros. No conozco aspirante a rockero que se libre de hacer cola en la ventanilla de riffs patentados por Richards y compañía»

 

Julio Valdeón deja Madrid al tiempo que los Stones descargan en la ciudad. No asistirá al concierto, pero le ha venido un ramalazo emocionado por la gloria de estos tipos, esenciales en la historia del rock and roll.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

A punto de regresar a Nueva York abandono Madrid con los Stones calentando turbinas. En el negociado nada provoca más delectación que la enésima aventura de unos abuelos que frente a lo pronosticado por brujos diversos han sobrevivido a mil portadas criminales, a la cruzada de fiscales y policías, al odio del punk y al entierro del rock and roll, e incluso burlaron a esos políticos españoles, alcaldes de triglicérido y ladrillo, diputadas y gobernadores civiles, que hacían pucheros cuando sus Satánicas Majestades pasaban de fotografiarse con ellos.

Antes del río de alucinaciones, comentarios desbordados o histéricos, sonrojantes reportajes en el telediario, apariciones de futbolistas y princesas en el palco del Bernabéu, más el correspondiente tostón de ese cenizo que tanto disfruta contando lo mucho que lo quieren las estrellas, leo una pieza imperdible, imprescindible, de Diego A. Manrique. Un recuento de la artillería stoniana, sus guitarras y platillos, luthiers y amplis. Un artículo sobrio, conciso, informativo, que demuestra hasta que punto todavía es posible hacer gran periodismo con los Stones. Solo necesitas talento y ganas, y evitar las especulaciones camorristas a cuenta de las guerras en el seno del grupo, las habladurías sobre sus amantes, fortunas, mayordomos y borracheras.

Sería estúpido negar que el mito Stone tiene mucho de canción pirata. Deleitan sus aventuras canallas, su relación con traficantes, cantantes muertos, aristócratas y asesinos; mediante la épica autodestructiva construimos un entramado sentimental donde proyectar nuestros miedos. Si ellos vivían a tope, entonces nosotros, rehenes de la mediocridad, mantendríamos la fe en un paraíso herético y sensual, divertidísimo y golfo. Y sí, asoman los costurones, la colección de achaques, fallan rodillas, crujen caderas. El séquito de rubias voraces y camellos solícitos fue sustituido hace tiempo por fisioterapeutas y gerontólogos, el exceso de fuegos artificiales, las dimensiones y servidumbres de tocar en estadios, matan el duende, la improvisación, el riesgo. Pero la deuda con estos tíos resulta demasiado grande, y son muchos los discos maestros. No conozco aspirante a rockero que se libre de hacer cola en la ventanilla de riffs patentados por Richards y compañía. De modo que gloria a los forajidos, a un legado imperial, a una forma de beberse la vida y las guitarras, a la apoteosis del blues y el galope del country rock, al catecismo Chuck Berry y al penúltimo capítulo de una odisea que ya recorre medio siglo. Aunque solo vistan la ropa de guerra durante la gira y prefieran el jazz, los pinceles o producir películas, cuando se apaguen las luces y ruja la marabunta volveremos a quererlos. Un respeto.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Música para aeropuertos.

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