Un gusano en la Gran Manzana: Gimme Shelter

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Tan rocambolesco desmadre desemboca –teñido de ebriedad, mal rollo, adrenalina– con uno de los Ángeles apuñalando hasta la muerte a un espectador, Meredith Hunter, que trababa de invadir el escenario armado con un revolver mientras los Stones despachan ‘Under my thumb’

 

La muerte del cineasta Albert Maysles atrae el recuerdo de Julio Valdeón Blanco sobre su película “Gimme Shelter”, con el rocambolesco concierto que los Rolling Stones dieron en Altamont como telón de fondo.

 

 

Una sección de Julio Valdeón Blanco.

 

 

–10 de marzo

El pasado día 5 falleció Albert Maysles. Dirigió, junto a su hermano David y Charlotte Zwerin («Thelonious Monk: straight, no chaser») la cinta «Gimme shelter».Una película sustancial por lo que ofrece en cámara y también por cuanto asoma en sus márgenes. Por una vez los tópicos y su chatarrería tienen coartada. Lo que hay más allá de «Gimme shelter» son los dragones al cabo de la tierra conocida, o sea, el fin de una época, la muerte del movimiento hippy, si es que hubo tal cosa, el despertar a la conciencia de que el asunto se había desmadrado, de que el sueño colectivo, angélico, drogota, caminaba hacia el sumidero de unos setenta en los que la desesperación yonqui sustituiría al dorado LSD. Sin aliviar culpas ni rebajar penas: en el fondo buena parte de la filosofía hippy, y peor todavía, mucho de lo que hoy sobrevive asimilado –el rollo zen, la fascinación por lo, ejem, «natural», el rechazo de la cultura occidental, la vuelta al campo y otras finas hierbas– todavía envenena con dosis reaccionarias a una izquierda que optó por suicidarse el día en que renegó de la razón para pasarse el campo, o barro, de lo sentimental, telúrico, alternativo y metafórico.

Para comprender mejor los poderes malignos y el hechizo de «Gimme shelter» hay que subrayar que presenta a unos Rolling Stones en la cima de sus poderes creativos y dionisiacos –»Beggars banquet» y «Let it bleed» todavía recientes, muy cerca de lanzar «Sticky fingers» y, ya en mayo del 72, «Exile on Main Street»–, mientras Ike y Tina Turner, teloneros en el Madison Square Garden, enloquecen al personal con ardientes dosis de rythm–blues. Nadie que conozca esos cuatro discos y que haya disfrutado de los directos oficiales o piratas de aquellos días podrá afirmar que el rock and roll es concebible sin ellos. Grasa y peligro, blues y jadeos, imaginación y chulería, negritud, rabia, dolor, sexo, poesía callejera, oído para la situación política y social, unas guitarras marinadas como dos cobras, unos pianos borrachos, una sección rítmica imbatible y un cantante feroz, dulce, irascible, cachondo y eléctrico: eso, y más, son los Stones de entonces.

Pero el gran moscardón, el insecto que zumba y revoletea por el metraje, es el concierto de Altamont, último de la gira de los Stones. Empieza con un fulano dándole un puñetazo a Mick Jagger según desciende del helicóptero, enlaza con un Ángel del Infierno partiéndole la jeta a Marty Balin, cantante de Jefferson Airplane, continúa con los Grateful Dead diciendo que allí va tocar su reverenda madre, sigue con la audiencia  y los Ángeles, contratados, ay, como servicio de seguridad, algo así como poner a los Ultra Sur a cuidar del Bernabéu, enzarzados en mil y un piques. De forma inevitable, tanto y tan rocambolesco desmadre desemboca –teñido de ebriedad, mal rollo, adrenalina– con uno de los Ángeles apuñalando hasta la muerte a un espectador, Meredith Hunter, que trababa de invadir el escenario armado con un revolver mientras los Stones despachan ‘Under my thumb’. El Woodstock de la Costa Oeste entonaba así su propio réquiem. Imprescindible cinta, que tampoco creo descubrir a nadie, que merece revisarse junto a otras joyas de los hermanos Maysles, la desolada «Salesman», la rara y bella «Grey Gardens», etc. Cineastas obligatorios, pioneros del cinema verite y, en general, nombres decisivos del documental. A reseñar que nunca, ni en tiempo de premios y reconocimientos, perdieron su amor por la música: Albert pasaba de los ochenta cuando en 2009 salió a la luz su colaboración con Rufus Wainwright, «Milwakee at last!!!».

 

 

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