Un gusano en la Gran Manzana: El prometedor regreso de Conor Oberst

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«Una canción que deja tiritando las distancias entre géneros y viaja de Johannesburgo a Nashville para apuntalar un folk rock mestizo»

 

Aunque el anterior disco de Conor Oberst no le gustó demasiado, Julio Valdeón se muestra entusiasmado ante el avance de la próxima obra de este treintañero que suma más de veinte álbumes.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Ya saben, nadie es sublime sin interrupción. Incluso puede decepcionarte alguien tan agraciado por los dioses, dueño de un universo poético propio y autor de mil y una grandes canciones como el inquieto Conor Oberst. Su último trabajo con Bright Eyes, «The people’s key», me dejó helado. En lugar de ganar peso a cada escucha, perdía proteínas, jugo, esencias, reo de una producción grandilocuente. Han pasado tres años desde entonces. El hombre que desde la adolescencia saca discos como quien respira, en solitario, junto a su grupo o en la grata compañía de otros aventureros, ha estado tres años en barbecho (más o menos: en el último año publicó unos cuantos singles con su grupo punk, Desaparecidos, y ofreció conciertos en solitario). Pudiera ser que haya aprovechado el paréntesis para replantearse su oficio, tomar aire y ventilar la casa. Y hay mucho, y muy bueno, que catalogar y estudiar en semejante palacio: con treinta y cuatro años el amigo suma no menos de veinte discos.

Si «Upside down mountain», su esperado nuevo largo, será fruto de la introspección de un tipo que acostumbraba a transformar cada instante en un verso carnívoro, si ensayará otras paletas, otros colores, no lo sabremos hasta mayo, pero disponemos de un primer single, ‘Hundreds of ways’, como piedra de toque. Grabado en Nashville, sin Bright Eyes, presenta al proteico cantautor de vuelta en la cumbre. Acompañado por una combinación de base country y coros exuberantes, inmediatamente recuerda aquel «Graceland» de Paul Simon: el bajo saltarín, las guitarras tililantes, unos radiantes arreglos de viento… Por extensión, claro, se aparecen los fabulosos Vampire Weekend, aunque donde estos apuestan por el pos-pos-pos-posmodernismo y el enjuague «cool» Oberst mantiene afilada la gravedad marca de la casa: «What a thing to be a witness to be the sunshine, / What a time to be among the ash and remnants of our love».

La mezcla de ecos africanos, especialmente la mbaqanga que impregnaba «Graceland», funciona con deliciosa facilidad. Simon optaba por lo monumental y los Vampire Weekend son proclives a la ironía, mientras que el de Omaha mantiene firme su ascendencia folk. Enamora la mirada de chico solitario, esa rara habilidad para diseccionar las relaciones humanas que late en sus canciones. Siempre atento a las interioridades de los personajes de los que habla, repeticiones de sí mismo, sus conocidos y sus chicas, notario de sus peleas y riquezas, sus pequeñas corrupciones, sus glorias cotidianas, Oberst escribe melancólico y tierno, no puede evitarlo, incluso cuando ‘Hundreds of ways’ contagia optimismo. Si el resto del disco mantiene el nivel, «Upside down mountain» figurará entre lo mejor del año. Al menos en la canción citada encontrarán una feliz reinvención, que deja tiritando las distancias entre géneros y viaja de Johannesburgo a Nashville para apuntalar un folk rock mestizo. Lejos de perderse en un lío de aeropuertos nutre su cosmopolitismo con polaroids íntimas.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Una biografía que podría encandilar a Dylan.

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