Un gusano en la Gran Manzana: El periodismo que ya no existe y el blues que sí existió

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«Un asesinato y una anciana de sexualidad proscrita que toca la guitarra y guarda una pistola en el bolso, el frío anonimato en los suburbios, las mañanas de domingo en el coro, las tumbas misteriosas, los familiares que descubren pasmados que la vieja tremenda fue un gigante»

 

Un artículo magistral publicado en «The New York Times» descubre la identidad de dos leyendas del blues ocultas durante ochenta años, y además muestra que el gran periodismo de investigación, con medios, todavía es posible.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Los periodistas de regiones olvidadas crecimos ensimismados ante ciertos nombres. «Village Voice». «The Washington Post». «The New York Times». Sus mejores reportajes funcionan a base de talento, pero el secreto, más allá de ingredientes esotéricos, resulta prosaico: «money». Necesitas dinero, bastante, para dedicar un par de semanas, o meses, a investigar un tema y facturar una pieza compleja y rica, ambiciosa. Hay que hablar con la gente, ordenar grabaciones, pasar a limpio apuntes, patear las calles, tomar autobuses, alquilar coches y dormir en moteles. Uno lee a los enemigos del profesionalismo y se pregunta cómo coño pretenden que alguien pague su ropa, el alquiler, la comida o el médico y de paso encuentre horas para quemarse los ojos y el culo en pos de un tema si no le pagamos. El amateurismo, el empeño, el entusiasmo, todo eso está muy bien, pero el afán de contar historias no vale, no es suficiente, sin recursos.

Periodismo. ¿Ejemplo? El fascinante artículo que publicó el pasado 13 de abril «The New York Times». Firma John Jeremiah Sullivan. Ayudado por Catlin Love. Producido, sí, producido, por Tom Giratikanon, Alicia DeSantis y Graham Roberts. Editado por Joe Lovell. Fotografías y vídeos a cargo de Leslye Davis y la colaboración especial de, atención, Greil Marcus, Dean Blackwood, Joel Finsel, Erma Jefferson, Don Kent, Chris y Charmagne King, Ben McGowan, Joe Mooradian, Richard Nevins y Alex van der Tuuk. Un ejército que contribuye a una pieza magistral. En la que Sullivan revela tras ochenta años de rumores la identidad de Geeshie y Elvie, dos de las cantantes de blues mitológicas, de las que no sabíamos nada.

Su investigación comienza en casa de Robert McCormick, el hombre que embrujado por el blues buscó a finales de los cincuenta un empleo en el censo de Texas, concretamente en el barrio afroamericano de Houston, y dedicó las siguientes décadas a recorrer 888 condados del Sur, palmo a palmo. McCormick ha recopilado miles de fotografías, grabado cientos de conversaciones, desempolvado pizarras y acumulado ingentes montañas de manuscritos, blocs, cintas, daguerrotipos. Aquejado de trastornos bipolares, podía dedicar meses a desentrañar el rastro de un oscuro guitarrista y luego, fundido, desplomarse en la cama, incapaz de hincarle el diente a un archivo del que los conocedores del asunto hablan con veneración casi histérica. Tal es su tamaño, la prolija riqueza de lo acumulado, que tiene un nombre, el Monstruo, y un precio: no hay dios capaz de ordenarlo, de bucear entre sus mastodónticas galerías. El propio McCormick, ya anciano, ha sido incapaz de terminar ni uno de los libros prometidos. Cuando muera perderemos unos conocimientos de valor, lamento el tópico, incalculable. Lo que calla, lo que acumula y lo que olvida, lo que guarda y esconde, pondría boca arriba muchas de las verdades establecidas. Comenzando por Robert Johnson. Y desde luego no hay un solo especialista que haya entrevistado a Elvie. Excepto, claro, McCormick.

Sullivan alucina, riñe, empatiza y, al poco, termina rechazado por el celoso investigador. Pues bien. Azuzado por las increíbles noticias que éste tenía de Geesie y Elvie, a las que podemos, al fin, poner nombre, Lilie Mae Wiley y L.V. Thomas, inicia junto a la joven Catlin la reconstrucción de sus vidas, la de dos mujeres perdidas para la historia, enterradas entre cascotes, limpias de biografía más allá de las seis monumentales canciones que las sobrevivieron. Partidas de nacimiento, la identidad de los padres, los inicios a la guitarra, el descubrimiento a cargo de un vendedor de muebles reconvertido en cazatalentos, Paramount Records y la Mount Pleasant Baptist Church, Texas Alexander y Blind Lemon Jefferson, un asesinato y una anciana de sexualidad proscrita que toca la guitarra y guarda una pistola en el bolso, el frío anonimato en los suburbios, las mañanas de domingo en el coro, las tumbas misteriosas, los familiares que descubren pasmados que la vieja tremenda fue un gigante, lo que he contado aquí y mucho, muchísimo más, lo ha encapsulado Sullivan en un reportaje fabuloso. Léanlo.

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Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: La grandeza de The Band.

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