Un gusano en la Gran Manzana: Dylan o el retrato de una mente imparable

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«Ese personaje febril e imparable tiene que resultar agotador si te toca sufrirlo a diario, pero en la distancia, como receptores de sus frutos, no queda sino agradecer semejante torrente»

 

Bob Dylan, a sus 72 años, no para de producir noticias: por lanzamientos discográficos, vídeos, directos, exposiciones u homenajes. Julio Valdeón Blanco repasa la actualidad de este músico inagotable.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Prometo que me gusta escribir de otras cosas. Que el dios Dylan no me ciega y comprendo que el mundo es rico y variado. El problema pasa porque casi no hay mes en el que su ilustrísima no saque otro conejo de la chupa. No bien habíamos asimilado el interesantísimo «Another self portrait», o cómo reescribir la historia con fabuloso tino, y nos llegan noticias de sus directos. Si había dedicado la mitad del año a girar con My Morning Jacket y Wilco, ahora, a solas con su banda por Europa, calca noche tras noche el repertorio. Unos setlists estáticos pero sabrosos, montados entorno a las últimas canciones, de «Time out of mind» en adelante. Sabia decisión. Son las que mejor se adaptan a su voz cascada. Sin embargo, de repente, los esquemas saltan por los aires en Roma, hace apenas dos semanas. Sucede que durante un par de días sustituye todo el repertorio por clásicos de los sesenta y setenta, más la incorporación de joyas menos convencionales. ¿Vuelta a los cancioneros imprevisibles? ¿Recuperación de los grandes caballos de batalla, tipo ‘It ain’t me, babe’? No. Un día más tarde, en el Gran Teatro Geox de Pádova, el 8 de noviembre, regresa al esquema habitual del tour. Ni rastro de la bendita chifladura romana.

La cuestión es que la actividad dylanita no acaba con las noticias del directo, ese inabarcable «Never ending tour». Ni tampoco con las nuevas entregas de las fascinantes «Bootleg series» o los rumores de lo que futuras ediciones podrían traernos («The basement tapes», claro, en su totalidad. Escuchen «A tree with roots», el cofre pirata con todas las grabaciones conocidas de West Saugerties, para comprender la magnitud artística del asunto). Ni por supuesto se agota con el goteo continuo de libros dedicados a desentrañar su vida y su obra, por ejemplo el «Time out of mind: the lives of Bob Dylan», de Ian Bell, que continúa allí donde lo había dejado con su «Once upon a time». Siempre hay más. Más condecoraciones (la Academia de las Artes y las Ciencias de EEUU, la Legión Francesa, etc.), más exposiciones (los doce retratos en pastel en la National Portrait Gallery de Londres, y ahora las siete puertas de metal en la galería Halcyon, también en Londres), etc.

O la caja mastodóntica con todos sus discos, a la venta desde el 5 de noviembre, elaborada con mimo y sin embargo objeto de mil polémicas en los foros: entras en Amazon.com y el primer usuario ya te avisa que el «Street legal» que trae suena mucho peor que el remezclado para su reedición en cedé hace años; seguramente, añade, porque para «The complete album collection» han remasterizado, gran error, la penosa mezcla original, etc.

O el gracioso e impactante vídeo que algún creativo inspirado se ha marcado con ‘Like a rolling stone’. Un vídeo cuya única contraindicación es que te empuja a meterte en vena el himno del 65 varias veces seguidas, y no es canción, por más que te la sepas de memoria, que pueda escucharse ininterrumpidamente durante demasiado tiempo. No si pretendes mantener estables tus constantes vitales. Demasiada visceralidad, demasiada fuerza y energía. Ves el vídeo y sonríes. Vuelves a verlo y canturreas. Lo ves de nuevo y te apetece subirte a la mesa con una raqueta para comerte a berridos a los petimetres que silbaron a Bobby en el Manchester Free Trade Hall aquel 17 de mayo de 1966. A la cuarta o quinta escucha te puede dar por querer hacerte unas lonchas de azúcar o harina en la cocina, enchufar el piano de tu novia, que no sabes tocar, e improvisar en las teclas negras una espídica y oscura ‘Ballad of a thin man’ mientras te ajustas las Ray-Ban y le guiñas el ojo a Rick Danko, dale que te pego a su bajo Fender en tu dormitorio travestido de Royal Albert Hall. Al concluir, cual Zelig poseído por aquel «wild mercury sound», acaso abandones tu casa por la puerta de emergencia, saludando en pijama mientras bostezas a unos fans invisibles antes de apoltronarte en una limusina que no existe, haciendo crueles chistes junto a Robbie y Bobby Neuwirth ante la inexistente cámara de un fantasmal D. A. Pennebaker. De ahí al psiquiátrico, un paso.

Todo esto sin hablar de lo fundamental. Que desde 1997 Dylan ha grabado algunos de los mejores discos de su carrera. O si prefieren, un puñado de obras fabulosas y al menos una, «Love and theft», que está entre lo mejor de su producción. Un ritmo creativo, bien acompañado por una discográfica que sabe lo que hace y cómo, que explicaron mejor que yo Paul Williams y Clinton Heylin al referirse a la entrevista que un reportero de la BBC, Christopher Sykes, le hizo a Dylan en 1986, en una pausa del rodaje de la mediocre película «Hearts of fire». Sentado en su caravana, mientras Sykes dispara su cuestionario, Dylan comienza a dibujarlo en una hoja. El entrevistador, así, se convierte en objeto de su propio retrato, y mientras nuestro hombre habla a la cámara de sus canciones sabes que su mente viaja a mil por hora, no pierde detalle y se implica tanto en responder a las preguntas como en desnudar a quien las hace. Durante más de veinte minutos, tal y como contaba el añorado Williams, asistimos a un fascinante juego de espejos y al proceso creativo de un genio incapaz de contener la energía y nervioso hasta el calambre. Frustrado cuando un detalle no sale como esperaba. Inquieto y muy observador. Uno que habla para la tele, respondiendo con cuidado, y al mismo tiempo se concentra en el dibujo, incapaz de someter su inteligencia a una sola tarea. Ese personaje febril e imparable tiene que resultar agotador si te toca sufrirlo a diario, pero en la distancia, como receptores de sus frutos, no queda sino agradecer semejante torrente. La titánica hiperactividad de un cerebro que no descansa, todavía desbocado como un potro salvaje a sus setenta y dos años y que solo en los últimos doce ha parido cuatro discos memorables, otro más con canciones navideñas, un libro de memorias, varias exposiciones de pintura y más de mil conciertos. Poca cosa comparado con los días en los que las canciones, casi de forma literal, se le caían de los bolsillos, pero señores, que son cinco décadas de carrera y el muy bestia no frena.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Jack White, el hijo pródigo.

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