Un gusano en la Gran Manzana: Asbury Park, ciudad en ruinas

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“Incluso sus obras más pusilánimes o sobrecargadas, con esas dichosas cuerdas y esos arreglos con hombreras, quedan hoy como ejemplo de country exquisito, felino, indispensable, carnoso, afilado, brillante”

 

El fallecimiento de la cantante country Lynn Anderson y la supuesta resucitación del Asbury Park al que tanto ha cantado Springsteen protagonizan esta semana el gusano neoyorkino de Julio Valdeón Blanco.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

­­–31 de julio

Murió a los sesenta y siete años, víctima de un infarto, Lynn Anderson. Su ‘(I never promised you) A rose garden’, compuesta por Joe South, avispado sesionero y compositor que incluso participó en la grabación del disco que cambió todo, “Blonde on blonde”, permanece como clásico del country politan. Aunque había conocido versiones previas y Anderson, de carrera larga y guadianesca, grabó mucho antes y después, incluidos discos más ásperos, menos rutilantes, en sus últimos y agitados años. Como tantos otros artistas de Nashville, y taxistas neoyorquinos, arquitectos moscovitas, panaderos franceses y escribas de Madrid o Brooklyn, tuvo sus desencuentros con el licor. Escándalos de mesa camilla, portada amarillista y suceso cutre que ni empañan ni añaden al canon de una intérprete aseada, hija y esposa de músicos y paradigma de esa serie B, en términos creativos, que no comerciales, que hizo de Nashville una coto imperial de música y discos. Incluso sus obras más pusilánimes o sobrecargadas, con esas dichosas cuerdas y esos arreglos con hombreras, quedan hoy como ejemplo de country exquisito, felino, indispensable, carnoso, afilado, brillante, comparadas con las sebosas heces que resbalan por las listas del infecto country comercial de estos días.

 

 

 

–1 de agosto

Hace siglos que no viajo a Asbury Park. En el “New York Times” cuentan que ha mejorado, que a los cuatro surfistas, amantes del rock and roll, tablones de casas abandonadas y bares decrépitos se han sumado parejas jóvenes, veraneantes con niños, familias mexicanas y turistas. Quiero creerlo, aunque desconfío. Asbury Park, tierra sagrada de Springsteen, ha resucitado y muerto tantas veces, lo han revivido en tantos artículos para luego, agitando la mano como quien limpia nubes, hablar de un espejismo, que en mi mente vive encerrado en “Vértigo”. Su esqueleto cabalga una euforia nunca justificada, con flores de pie sobre la tumba, y la abandona periódicamente, cíclicamente, para caer otra vez desde el campanario de la vieja misión. ‘My city of ruins’, la mejor canción de aquel disco irregular, de producción infame, llamado “The rising”, cantaba y contaba la postración de la ciudad balneario. Cuna del Stone Pony y el Wonder Bar. Un territorio partido por la vía del tren, pobre, al que amo sin otra justificación que las canciones, el mejor parapeto que existe contra la realidad. Allí he bebido cervezas, paseado frente a la playa (que no es igual que por la playa) y guardado cola para ver a Bruce. Con la caricia del Atlántico, frente al casino destartalado, brindé con el fantasma de Tony Soprano y espero, aunque lo dudo, que esta vez sí, de verdad, Asbury renazca. También confío en que el renacimiento no implique desbaratar su pulso adormecido, como de pueblo que bruñe a través del polvo y las canciones, aunque eso, me temo, es imposible.

 

 

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: El latido de la ciudad.

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