Suede: 25 años de historia

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“Anderson y los suyos volvieron la mirada al pasado musical de su país y reimaginaron con brillantez uno de sus episodios cardinales: el glam-rock de los setenta, el latido de Ziggy Stardust”

 

El 11 de mayo de 1992 salía a la venta ‘The drowners’, el single con el que debutaron los británicos Suede. Javier de Diego Romero sitúa la efeméride como punto de partida para recorrer su trayectoria en estos 25 años.

 

Texto: JAVIER DE DIEGO ROMERO.

 

“¡Oh, Dios mío, vas a ser el nuevo David Bowie!”, le dijo a Brett Anderson su amigo y compañero de piso Alan Fisher tras escuchar una maqueta de ‘The drowners’. Formados a últimos de los ochenta en Londres, Suede debutaron precisamente con esta canción el 11 de mayo de 1992, tal día como hoy hace veinticinco años. La expectación era colosal: insólitamente, antes de la publicación del single el semanario “Melody Maker” ya los había nombrado “la mejor nueva banda británica”. Parecía toda una boutade, pero lo cierto es que el grupo maravilló con la audacia y el descaro de su primer sencillo. Con el shoegaze y el sonido Madchester lanzando sus últimos destellos y el grunge en pleno apogeo, Anderson y los suyos volvieron la mirada al pasado musical de su país y reimaginaron con brillantez uno de sus episodios cardinales: el glam-rock de los setenta, el latido de Ziggy Stardust. Muchos seguirían su estela, sacando a la palestra a The Beatles o a The Kinks, la psicodelia o el postpunk: ‘The drowners’ es, en definitiva, el acta fundacional del britpop.

 

 

Ya en 1993, en el mes de marzo, Suede se sometieron a la reválida de larga duración, y tampoco decepcionaron. En su ópera prima, “Suede”, alternan atinadamente los bólidos glam de tracción punk, con riffs incandescentes y estribillos coreables, con las baladas melancólicas, etéreas y temblorosas. El portentoso guitarrista Bernard Butler conjuga el lirismo melódico de Johnny Marr con la pegada roquera de Mick Ronson, en tanto que la sección rítmica de Mat Osman y Simon Gilbert ancla sólidamente todo el edificio. Por su parte, Anderson se destapa como un cautivador vocalista proteico: juguetón y amanerado en ‘Animal lover’, carnal y endemoniado en ‘Moving’, taciturno y doliente en ‘Breakdown’, solemne y ominoso en ‘Pantomime horse’.

En materia literaria, las estampas de poesía cotidiana de Anderson, el heroísmo y los melodramas domésticos de sus personajes, poseen gran fuerza evocadora: la angustia de las amas de casa (‘Sleeping pills’), la lucha con la depresión de un amigo de la infancia (‘Breakdown’), el suicidio conjunto de su tía y su amante clandestino (‘She’s not dead’)… Retratos de desesperanza urbana trazados con mirada compasiva y atención al detalle. Como buen romántico, al contemplar la realidad es capaz de transfigurarla y ennoblecerla, incluso sus elementos aparentemente más grises, como los bloques de viviendas sociales, con los que estaba obsesionado. Otros temas recurrentes del disco son el sexo sórdido y la transgresión de género. Brett hizo hincapié en la androginia, y no solo en los textos de las canciones: para regocijo de los medios británicos, se declaró “bisexual que nunca ha tenido una experiencia homosexual”, y sobre el escenario bailaba, se contoneaba y se golpeaba furiosamente con el micrófono en el trasero.

 

 

Triunfo del debut
“Suede” vendió por arrobas: se alzó sin dificultad a lo más alto de las listas en Reino Unido y se convirtió en el álbum de debut con las ventas más rápidas en la historia de la música británica, desbancando a “Welcome to the pleasuredome”, de Frankie Goes To Hollywood. El siguiente paso fue festejar el San Valentín de 1994 lanzando un nuevo single, ‘Stay together’, no incluido en el elepé: dos amantes en los márgenes de una sociedad al borde del apocalipsis político y un soberbio medio tiempo pop, suntuoso, ensoñador y bendecido con un estribillo magnético que Anderson interpreta con su mejor falsete. Fue el sencillo de mayor éxito del cuarteto en Reino Unido hasta la fecha, escalando hasta el número 3.

 

 

Así pues, todo parecía marchar viento en popa. Pero, en realidad, las semillas de la zozobra de los meses siguientes ya estaban plantadas. La nueva oleada de bandas británicas que floreció al calor de los primeros singles de Suede estaba dando forma a un movimiento musical y cultural en el que, paradójicamente, Anderson y compañía tenían escasa cabida: rock prosaico y terrenal, masculinidad de fútbol y birras, celebración más bien burda de lo británico. El Zeitgeist arrinconaba a Suede, y Oasis, Blur y Elastica (cuya frontwoman era, para más inri, Justine Frischmann, la exnovia de Brett que le dejó por Damon Albarn) tomaban el bastón de mando. Por otro lado, la relación entre Anderson y Butler se había agrietado en gran medida. El maxi de ‘Stay together’ incluía una versión extensa del tema estrella, de nada menos que ocho minutos y medio, que descubría el plan de Butler para Suede: escapar de la disciplina pop de los tres minutos para que cada pieza, guiada por su virtuosismo a la guitarra, explorara diferentes atmósferas sonoras. La banda perdía así su equilibrio interno, el plato de la balanza de Butler pesaba más que el de Anderson; como señala Ed Buller, el productor del grupo, “todo se reduce a una banda en desacuerdo sobre si el cantante debería callarse”. Más aún, al margen de las discrepancias artísticas, entre Brett y Bernard había todo un choque de personalidades. Como Mat Osman y Simon Gilbert, el cantante abrazó con entusiasmo el estilo de vida asociado a las rock stars: noches de farra, sexo copioso y experimentación química. Al guitarrista, introvertido y temeroso de la fama, todos estos clichés le repugnaban y se aisló de sus compañeros, se abismó en su música y aireó su frustración en la prensa: “¡Brett me vuelve loco!”, se quejó en “Vox”.

De hecho, la aversión mutua los llevó a moldear gran parte del segundo largo del grupo, “Dog man star”, a distancia, enviándose demos por correo. Pero, a pesar de todo lo que los enfrentaba, Anderson y Butler todavía estaban suficientemente unidos: compartían confianza, ambición y osadía, así como la determinación de poner tierra de por medio tanto con los hits pegadizos de “Suede” como con el britpop circundante. Recluido en una mansión victoriana del barrio de Highgate con un arsenal de drogas alucinógenas y libros de Lewis Carroll, William Blake y J. G. Ballard, y con los himnos de unos menonitas alojados en el piso de arriba como telón de fondo musical, Anderson documentaba la Gran Bretaña umbría y disfuncional que, a sus ojos, el britpop dejaba de lado y ensoñaba con iconos trágicos del celuloide americano como James Dean y Marilyn Monroe. Por su lado, Butler, rodeado de guitarras, una caja de ritmos, un piano y un sintetizador monofónico en su piso de West Hampstead, dibujaba paisajes sonoros elegantes, elevados y sensuales, deliberadamente en las antípodas de la ironía y el cinismo de Blur, en aquellas fechas los campeones del britpop. El tándem incorporó a “Dog man star” un dilatado tejido de influencias, mucho más diversas que en el primer disco: además de Bowie (esta vez sobre todo “Diamond dogs” [1974]) y The Smiths, imperan la grandeur baladística de Scott Walker y la claustrofobia emocional de Joy Division; se identifican también ecos de los Beatles más psicodélicos (‘Introducing the band’ y ‘Daddy’s speeding’) o del Prince más pop (‘New generation’ y ‘The power’).

 

 

El resultado es un álbum sublime: las melodías son exuberantes, los arreglos, arrolladores; es deliciosamente excesivo y ampuloso, mayestático y épico, oscuro y paranoico. Alumbrado en octubre de 1994, la crítica lo ensalzó, pero el público estaba más interesado en las chicas y los chicos de Damon Albarn y en los cigarrillos y el alcohol de Noel Gallagher: su repercusión comercial fue escasa.

Peor aún: Suede tuvieron que terminar “Dog man star” sin Bernard Butler. Desgraciadamente, discrepancias en torno a la producción de Ed Buller acabaron de quebrar, dos años después del lanzamiento de ‘The drowners’, la alianza compositiva más sobresaliente de la música inglesa desde Morrissey y Marr. Muchos dictaminaron que Suede estaban acabados sin el guitarrista, pero Anderson, tenaz y vindicativo, era de otra opinión. Plantó un anuncio en “Melody Maker” y pronto dio con el sustituto que buscaba: Richard Oakes, un desconocido adolescente entusiasta de la vanguardia postpunk (su ídolo era Keith Levene, el guitarrista de PiL) y capaz de replicar nota por nota las partes de guitarra de Butler. Oakes tocó fabulosamente en la gira de “Dog man star”, y todo el mundo le felicitaba por su valentía; “tienes las pelotas más grandes que un búfalo”, le dijo por ejemplo Noel Gallagher. Pero quedaba una incógnita por despejar: por meritorio que fuera emular a su antecesor en directo, la verdadera prueba de fuego era componer nueva música junto a Anderson. Asombrosamente, la superaría con creces con ‘Together’, aparecida como cara B del tercer single de “Dog man star”, ‘New generation’. Brett respiró aliviado: había encontrado, realmente, a su nueva mano derecha.

 

En busca de la sencillez
“Creo que el próximo álbum será bastante sencillo. Me encantaría escribir un álbum de pop directo y sencillo. Simplemente diez éxitos”, declaró Brett Anderson a “New Musical Express” en verano de 1995. Eso fue exactamente lo que hizo. En un clima relajado y colaborativo que contrastaba con la tensión creativa de los últimos tiempos de Butler, Suede trabajaron durante nueve meses en su tercer elepé, “Coming up”, que vería la luz en septiembre de 1996. Atrás quedaba el saturnino y laberíntico “Dog man star”. Como había anunciado su líder, el ahora quinteto —con el fichaje del teclista Neil Codling— facturó un disco de pop conciso, luminoso y efervescente, pop de pitiminí repleto de ganchos inmediatos. En cuanto a las letras, Anderson, impulsado por un recién descubierto optimismo, celebra sin ambages el hedonismo juvenil y la irreverencia de los outsiders. Dicho de otra forma, Suede abandonaban la escuela del glam sofisticado y arty de David Bowie y Roxy Music e ingresaban en la del glam ligero y bubblegum de T. Rex. La reinvención de “Coming up” es convincente, todo un triunfo artístico: los agoreros que vaticinaron el final de Suede tras la marcha de Bernard Butler habían infravalorado el sentido de la melodía de Anderson y la destreza compositiva de sus nuevos colaboradores. Más aún: al escuchar caras B de la época como ‘Europe is our playground’, ‘Have you ever been this low?’ (ambas del single ‘Trash’) o ‘These are the sad songs’ (de ‘Lazy’), queda claro que la grandeza y el drama de “Dog man star” seguían a su alcance. Suede, en fin, estaban en la cima de sus facultades y podían haber grabado cualquier clase de disco.

Acorde con el britpop mundano y festivo aún dominante, “Coming up” fue un formidable éxito comercial. Saltó al número 1 y en un año despachó alrededor de medio millón de copias en Reino Unido, más que los dos largos anteriores juntos. Los cinco sencillos extraídos del álbum se hicieron un hueco en el top 10, y el primero de ellos, ‘Trash’, repitió el número 3 de ‘Stay together’, el mejor registro del grupo.

 

 

Pero la de Suede es una historia de altibajos extremos, y el descenso a los infiernos no se haría esperar. El proceso de grabación del cuarto disco, “Head music”, fue tortuoso, con Neil Codling enfermo, Richard Oakes con la confianza mermada y, sobre todo, Brett Anderson chorreando cocaína por las orejas. Con el objetivo de ensanchar y modernizar su paleta sonora, prescindieron de Ed Buller y reclutaron al codiciado remezclador Steve Osborne. De su mano, y con la mirada puesta en Prince y Tricky, se adentraron en la electrónica atmosférica, amalgamada con el glam (‘Electricity’), el punk (‘Can’t get enough’) o el reggae (‘Savoir faire’).

 

 

El resultado es irregular: aciertan con temas como la estival e ingrávida ‘She’s in fashion’, la lánguida y desoladora ‘He’s gone’ o la visceral y frenética ‘Can’t get enough’, pero hay mucho relleno y algún que otro disparate (eviten a toda costa ‘Elephant man’). Más preocupantes que la música son los textos. La tendencia a la superficialidad detectada en “Coming up” se agudiza y el escritor oblicuo y perturbador, siempre interesante, de los dos primeros álbumes entrega aquí letras sencillamente vacías, inanes. El pareado demencial que abre ‘Savoir faire’ se cita a menudo como el momento más bajo de Anderson como letrista: “She live in a house, / she stupid as a mouse” (“ella vive en una casa, / es estúpida como un ratón”); pero no se pierdan, en la misma canción, este otro: “She make love / and swallow a dove” (“ella hace el amor / y se traga una paloma”). Por lo demás, con “Head music” Suede perdieron su estrella comercial. Para subrayar su publicación, en mayo de 1999, las filiales británicas de Virgin Megastores pasaron a llamarse “Head Music” y, por supuesto, alcanzó el número 1, pero el globo pronto se desinflaría: los londinenses estaban situados en tierra de nadie comercial, ni lo bastante mainstream ni lo bastante alternativos, y el disco no tardaría en desaparecer de los charts, en tanto que solamente su primer sencillo, ‘Electricity’, lograría colarse en el top 10.

 

 

 

El naufragio

Suede terminaron de enfangarse con “A new morning”, editado en septiembre de 2002. Un trabajo abismal, perfectamente olvidable. Ni seducen con sus melodías, como en “Suede” y “Coming up”, ni impresionan con su ambición, como en “Dog man star”; nada queda tampoco del loable afán de investigar nuevos territorios sónicos de “Head music”. Son Suede en piloto automático, incluso los mejores temas no son sino copias al carboncillo de cumbres pretéritas: ‘Obsessions’ de ‘Trash’, ‘Beautiful loser’ de ‘Heroine’, ‘Untitled’ de ‘The big time’. Ordinarios riffs musculosos, vacuos rasgueos acústicos, arreglos de cuerda predecibles… Ni siquiera los afamados productores Stephen Street (Morrissey, Blur) y John Leckie (Stone Roses, XTC) pudieron impedir que la nave naufragara. Falto de singles contagiosos y publicado cuando cualquier aroma a britpop hacía bostezar, “A new morning” fue además un verdadero descalabro comercial. Así las cosas, no es de extrañar que Anderson y los suyos bajaran el telón con la cabeza gacha.

Pero el grupo planteó su despedida solo como un hasta luego. Y, en efecto, después de reencontrarse fugazmente con Bernard Butler y grabar con él un disco fenomenal como The Tears, y de embarcarse en una carrera en solitario muy provechosa —aunque ignorada por el gran público—, Brett Anderson reuniría a su vieja banda en 2010, en principio para un único concierto benéfico en el Royal Albert Hall. El show fue un triunfo extraordinario y los londinenses terminaron actuando por medio mundo durante los tres años siguientes, en tanto que la reedición deluxe de sus cinco álbumes ayudaba también a reavivar el interés por el grupo.

Pero a Anderson le espantaba que Suede se convirtiera en una marca de revival; antes al contrario, quería reescribir la historia, restablecer la reputación de su grupo, volver por la puerta grande después de haber salido por la de atrás diez años antes: era preciso registrar nueva música. “Bloodsports”, el sexto elepé del grupo, apareció finalmente en marzo de 2013. Brett aseguró que se trataba de un cruce entre “Dog man star” y “Coming up”, y pocos le creyeron. Lo cierto es que, en buena medida, es así: apunta a la majestuosidad del primero, pero canalizada a través de la economía pop del segundo. Además, Anderson recupera el tono literario en un conjunto de textos que describen sugestivamente el ciclo de una relación sentimental, desde el éxtasis inicial a la traición y la pérdida. Con todo, “Bloodsports” deja en último término un sabor agridulce. La producción en exceso pulida de Ed Buller esteriliza la tensión emocional de las canciones; faltan arrojo e impredecibilidad, el grupo camina siempre sobre seguro; y, sobre todo, las composiciones son disfrutables pero, salvo el sencillo ‘It starts and ends with you’, no redondas.

 

La vuelta
“Bloodsports” fue un regreso aplaudido, pero nada hacía presagiar lo que vendría con “Night thoughts” (2016). De sus surcos emana una belleza trascendente que lo emparenta con “Dog man star”, como también lo hace la ambición felizmente desbocada que impulsa a la banda. Anderson deseaba revalorizar el formato álbum y escribió una serie de canciones hiladas temáticamente con el clásico de Frank Sinatra “In the wee small hours” (1955), pionero de los discos conceptuales, como referente primordial. El título, explica Mat Osman, remite a “lo que sientes cuando son las tres o las cuatro de la mañana y no puedes dormir y el mundo es un lugar opresivo y aterrador. […] Simboliza la paranoia y el abismo que, de alguna manera, atraviesan muchas de las canciones”. En “Night thoughts” Anderson propone un paseo por el lado salvaje de la mediana edad: sus reflexiones sobre el paso del tiempo, la incomunicación familiar y el miedo que comporta la paternidad perturban, estremecen. Suede musican magníficamente este universo sombrío y declinante: un Brett en estado de gracia exhibe ingenio melódico y sutilidad vocal; Richard Oakes traza con maestría riffs rotundos y crujientes y pasajes de melancolía espectral; las texturas sintéticas de Neil Codling son evocadoras e inquietantes (mención especial para ‘Pale snow’, una de las piezas más hermosas del catálogo del grupo); y, por si fuera poco, una sección de cuerda engrandece y lustra varias canciones.

 

 

Con un disco tan brillante como “Night thoughts”, recordar el surgimiento de Suede es mucho más que un mero ejercicio de nostalgia. Y es que la “mejor nueva banda británica” vuelve a colocarse, veinticinco años después, en cabeza. Asombra y alienta.

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