“Rancherías”, de David Hernández

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“El lector cierra el libro con la melancolía de haber sido el acompañante en un trayecto productivo, pero con la satisfacción de intuir que el viajero ha conseguido al fin lo que buscaba: ser él mismo, pero mejorado”

 

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David Hernández
“Rancherías”
EDICIONES LA PALMA

 

Texto: DAVID HERNÁNDEZ.

 

No deja de ser habitual que alguien que quiera hacer estallar su rutina esterilizante se acoja a una experiencia viajera para frenar y respirar. Normalmente Asia, la India o Katmandú solían ser destinos estrella; África también servía, Marruecos acostumbraba a ser muy buscado y para los que preferían espacios más cercanos, nuestro Camino de Santiago tenía historia para procurar una purificación bastante completa. Lo curioso es que se escoja para la misma travesía purificadora las partes más áridas de Texas. Pero David Hernández lo intentó –parece ser que acabó consiguiéndolo– y allí acudió como monje y soldado, austeridad y lucha en un espacio ajeno; aunque también un poco de diversión, sana –o malsana– ya lo veremos, en un entorno plagado de música. Todo ello lo cuenta en “Rancherías”, un dicho jocoso o una sentencia irónica, pero también una estancia entre los habitantes de los ranchos, dentro y fuera de ellos.  

Así que atento a revitalizar lo emocional, llegamos a Austin –Texas, claro– y a un concierto de jazz funk, a unos chicos arreglando un Chevrolet Camaro con la banda sonora de MC5 y a vagabundos e iluminados que lo van a acompañar siempre en una narración de estilo impresionista, de breves pinceladas en las descripciones, que más adelante se ve sustituida por fórmulas casi épicas.

La segunda etapa comienza en la desolación de una estación de autobús. Tras la fiesta inicial, busca trabajar en granjas para ganar algo de dinero, el hilarante episodio en el que suda hasta la extenuación para meter a medio centenar de gallinas en su caseta tiene un correlato –como rito iniciático– con su graduación, meses después, en otra granja en la que ayuda a marcar todo el ganado como un ranchero más, y es recompensado con un pequeño fajo de billetes y la cercanía del patrón cuando se enfrenta a los líos de todo el tropel de trabajadores en un club de strip tease. Ha conseguido en pocos meses un verdadero master en realidad.

Entre medias, un montón de viajes. Travesías del desierto con el depósito casi vacío, el motel donde se alojó Gram Parsons –y la misma habitación, que no puede pagar– y la inconsciencia de cerrar el coche medianoche con las llaves dentro y los seguros puestos; él, en camisa fuera. En todo caso, una vez cerrado el libro y revisadas las notas, resulta mucho más jugoso de lo que apuntan las menos de doscientas páginas que tiene el volumen de pequeño formato. Así, recoge a autoestopistas, se aloja en casa de unos antiguos hippies, cultos y viajados, o conoce el lado oscuro en la frontera de Calexico, con tres ancianos armados en la misma frontera que indican que el sueño americano también es carne de esperpento.

Menos mal que un cazador –fotográfico– le hace también un análisis sobre el egoísmo y la prepotencia de sus conciudadanos y de paso le abre las puertas a David Hernández del mundo que había ido a buscar. Así que concluye como empezó, en un productivo círculo en el que nuestro explorador, tras recalar de nuevo en Austin y disfrutar de la libertad de una ciudad dinámica y acogedora, moderna, y de las bandas que ocupan cada rincón de cada bar, vuelve a casa. El lector cierra el libro con la melancolía de haber sido el acompañante en un trayecto productivo, pero con la satisfacción de intuir que el viajero ha conseguido al fin lo que buscaba: ser él mismo, pero mejorado.

 

 

Anterior crítica de libros: “Reyes de Alejandría”, de José Carlos Llop.

 

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