R.E.M.: La banda que siempre trataba de no repetirse

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«¿Puede alguien pensar que R.E.M. tenían alguna tuerca más que dar a su fórmula? ¿O creer que les quedaba algún conejo más en la chistera? ¿Acaso no son tres décadas tiempo más que suficiente para que una banda diga todo lo que tiene que decir en este mundo?»

Carlos Pérez de Ziriza, quien conoce perfectamente su obra, expone en este artículo, las razones por las que el final de R.E.M. no es el fin del mundo.

 

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

 

¿Será cierto aquello de que nunca se echa más en falta a alguien que en el momento de su pérdida? Desde hace un par de días, las redes sociales bullen de mensajes de condolencia, declaraciones inequívocas de amor eterno a la banda y toda clase de recuerdos personales  asociados a algún momento en la larga carrera de R.E.M. Pero cabría preguntarse cuándo fue la última vez que se compraron un disco suyo todos aquellos que ahora proclaman su aflicción a los cuatro vientos. O cuándo fue la última vez que aguardaron con impaciencia, con ese hormigueo en el estómago y esa ya lejana sensación de incertidumbre ante lo que vendrá, una nueva entrega discográfica. Porque hubo un tiempo en que los de Athens sí justificaban aquella liturgia, generalmente una de cada dos primaveras –como en los tiempos de «Out of time» (1991) o «Reveal» (2001)– y, con más frecuencia aún, uno de cada dos otoños –como en los de «Automatic for the people» (1992) o («Up» 1998)–. Pero nadie en su sano juicio puede hoy en día mostrar sorpresa ante una disolución que llega en el momento justo, que cae como fruta madura y como la consecuencia más lógica si nos atenemos a los últimos pasos que Stipe y compañía habían dado. Mientras nuestra primera cadena televisiva (“la de todos”, ¿recuerdan?) nos cuenta que miles y miles de fans les están pidiendo, ya que son una de las “bandas fundamentales de los 90” (vaya tela, no hay vida en nuestro ente público más allá de la movida), que reconsideren su decisión, lo cierto es que no puede haber dramatismo alguno al hilo de una decisión plenamente consecuente. “El talento oculto en una fiesta reside en saber cuándo irse de ella”, dicen en su web. Y tienen más razón que un santo. Porque si «Accelerate» (2008), en ese inevitable juego de autoreferencias al pasado (en el que incurren todas las bandas que prolongan por tanto tiempo su actividad), les devolvía el pulso mediante la remisión sin ambages al periodo en el que estaban a punto de convertirse en stadium band –»Life’s rich pageant» (1986) y «Document» (1987)–, puede decirse que «Collapse into now (2010) era el corolario perfecto a toda su carrera: siendo posiblemente su disco más inspirado de la última década, no puede negarse que era el que de una forma más panorámica y poliédrica incluía citas sonoras a casi todas las etapas pretéritas de su obra. Por tener, tenía hasta un solemne cierre con Patti Smith, proverbial mito confeso de Michael Stipe, coresponsable de uno de sus mejores singles de siempre (‘E-Bow the letter’) y estupenda partenaire a la hora de cerrar el círculo con una emocionante ‘Blue’. Con tales premisas, y a la vista de sus catorce álbumes oficiales (recopilatorios, directos y rarezas al margen), ¿puede alguien pensar que R.E.M. tenían alguna tuerca más que dar a su fórmula? ¿O creer que les quedaba algún conejo más en la chistera? ¿Acaso no son tres décadas tiempo más que suficiente para que una banda diga todo lo que tiene que decir en este mundo?

Fieles a la inteligente determinación con la que siempre se han manejado en su negociado, en el que han hecho básicamente lo que les ha dado la gana (solo un botón entre muchos: ¿alguna otra banda es capaz de sacar, en plena cresta de la ola (1992), un antisingle como ‘Drive’?), da la sensación de que la decisión de finiquitar su carrera la tenían tomada desde mucho tiempo atrás. Y lo hacen, aun a riesgo de no saber si incurrirán en un futuro en esa ruleta de la nostalgia según la cual todo hijo de vecino se ve en la necesidad de volver a reunirse, con cierta dignidad. Con una secuencia de álbumes prodigiosa (desde 1983 a 1992), de las que apenas admiten parangón en sus contemporáneos, y con una ristra de jugosas secuelas, ya en las dos últimas décadas, plena de singles inapelables y rincones oscuros sobre los que puede que el tiempo aporte algo más de luz, e incluso reevalúe en positivo. Porque si de algo podían presumir era de su firme propósito, con el amplio fondo de armario que daba la hondura de la aplicación de su cultura musical en la tarea de reformular el rock americano, de no hacer un álbum igual al anterior. Y treinta años es tiempo más que suficiente. Así que no, no es el fin del mundo. Ni siquiera tal y como lo conocemos.

 

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