Placeres culpables: “Blackout”, de Scorpions

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“Scorpions llevan más de cincuenta años entregando decentísimas obras de rock clásico (en algunos casos excelentes), son el primer gran grupo no anglosajón en triunfar mundialmente, tienen cinco o seis canciones para enmarcar y han despachado más de 100 millones de discos en una carrera francamente honesta”

 

Si todos los géneros tienen sus detractores, el heavy no es menos, como bien saben los Scorpions. Óscar García Blesa regresa al Estadio Vallehermoso, en 1982, donde corría sin cesar mientras defendía un disco que perjuraba que se llevaría a una isla desierta. Hoy, como recoge en Placeres cuplables, sigue creyendo en él.

 

 

Una sección de ÓSCAR GARCÍA BLESA.

 

 

Scorpions
“Blackout”
EMI/MERCURY, 1982

 

 

“Si los grupos de heavy metal dominaran el mundo estaríamos mucho mejor”. Bruce Dickinson, Iron Maiden.

Durante la cena de Nochebuena en las Navidades de 1982 fuimos a cenar a Majadahonda. Allí vivían unos amigos de la familia (que en realidad, tenían más de familia que de amigos) y con los que después del pavo intercambiábamos regalos como casi todo el mundo. Aquella noche, entre calcetines de colores y juguetes, llegaron hasta mis manos dos regalos extraordinarios: unas rodilleras de portero de tela y el vinilo del “Blackout” de Scorpions. Todavía conservo los dos.

Debajo de mi casa y justo detrás de un videoclub coronado por un neón de letras azules fundido, los muchachos del barrio jugábamos un partido de fútbol cada tarde de los sábados y domingos a eso de las cinco. El barrio de La Estrella estaba poblado de altos edificios de ladrillo anaranjado típicos de las construcciones de los años setenta. Cada edificio tenía su propio patio trasero, un enorme solar de cemento donde dos bancos (de los de sentarse) estratégicamente colocados a cada extremo servían de improvisadas porterías. Recientemente he visitado aquel patio y lo que hace treinta años parecía enorme hoy apenas alcanza para dar veinte pasos.

Después de guardar el Casiotone y dejar temporalmente aparcados mis planes musicales, el fútbol se convirtió en mi única obsesión. Definitivamente, ser una estrella del balón ocupaba el primer lugar en mi lista de oficios sencillos con los que poder vivir holgadamente el resto de mis días. En realidad sólo tenía que hacer lo mismo que mis ídolos, algo que particularmente no parecía demasiado difícil. Me gustaban Paolo Rossi, Kevin Keegan y Kempes, el menudo y escurridizo Littbarski y, por supuesto, Arconada. A pesar de tener unas estupendas rodilleras no quería ser portero, aquellos tipos solitarios bajo sus palos me parecían tristes y algo melancólicos y yo lo quería era recibir abrazos cuando marcaba goles y no palmaditas en la espalda cuando los encajaba. Ser portero es una putada.

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Siempre me cayó bien Boniek, un rubio polaco de pelo rizado, y solo por el hecho de llevar el número 1 a la espalda –a pesar de ser un jugador de campo– también sentía predilección por Osvaldo Ardiles, un enclenque centrocampista argentino más conocido por participar en la película “Evasión o victoria” junto a Michael Caine y Sylvester Stallone que por sus atributos balompédicos. De los españoles mis favoritos eran Lopez Ufarte y Camacho, uno representaba la clase y la sutileza, el otro la garra y los cojones.

Una noche en la primavera de 2007 fui al Hospital Nacional de parapléjicos en Toledo. José Ramón de la Morena realizaba desde allí un programa especial de El Larguero junto a un grupo de invitados entre los que destacaban Fernando Morientes, José Antonio Camacho y el cantante Manuel Quijano. Durante uno de los descansos del programa de radio y mientras el Quijano afinaba su guitarra con esmero, tuve la oportunidad de hablar a solas con Camacho durante un buen rato. Aprovechando que Manolo no estaba delante (quien, a buen seguro, hubiera monopolizado la conversación), expresé a Camacho mi más profunda admiración. Le confesé que de niño él había sido mi brújula y que durante algún tiempo quise ser futbolista igual que él. Le dije que después del mundial 82 mis amigos y yo queríamos ser “Camachos”, aunque honestamente los muchachos del barrio después del ridículo de nuestra selección aspirábamos a ser brasileños, unos tipos risueños que aparentaban estar pasándoselo estupendamente todo el rato.

Cuando jugábamos en el barrio nos poníamos nombres como Sócrates, Falcao, Zico, Junior o Dirceu. Un jugador del Brasil del 82 se llamaba Óscar, así que yo me hice llamar a mí mismo Óscar, Óscar “el brasileño”, un nombre mucho más familiar que Toninho Cerezo y perfecto para que mis amigos lo recordasen fácilmente a la hora de pasarme el balón.

Cuando se montan los equipos en un partido de barrio el lugar que ocupas en el proceso de selección te da las suficientes pistas sobre tus verdaderas aptitudes con los pies, y lo que es más importante, que opinión tienen los demás sobre ellas. Cuando ninguno de los capitanes te escogía para formar parte de su equipo no era una buena señal. Los capitanes eran capitanes por ser los que podían pegarte o simplemente ser los dueños del balón. No había primeras ni segundas partes, cuando la madre del dueño del balón lo llamaba para subir a cenar se acababa el partido. Esas eran las reglas y así jugamos muchos años.

Francamente, yo era un futbolista muy malo, qué se le va a hacer. Óscar “el brasileño” casi nunca metía goles y pasó por el trago de tener que esperar a oír su nombre más tiempo del que le hubiera gustado. Era especialmente cruel ser la última opción cuando éramos impares y tener que escuchar el humillante “…y menganito para vosotros”. Tuve la suerte de que en mi barrio menganito siempre era Carlitos, un niño enano y extraordinariamente torpe que vivía en el 9ºC y que se hacía llamar Santillana al no quedar nombres brasileños disponibles. Los niños son inocentes pero también pueden ser egoístas y gente muy despiadada. Muchos de los muchachos del barrio, yo incluido, íbamos por las tardes a buscar al bueno de Carlitos para bajar a jugar el partido, una manera poco elegante de evitar la deshonra de ser la última elección del capitán. En la vida nadie quiere ser menganito, ni con doce ni con cuarenta años.

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En mi casa teníamos Hilo Musical, aquel invento de los 80 parecido a Spotify pero en caja de madera y con solo seis canales. A mí me gustaban los Scorpions y en aquel aparato solo sonaba Richard Clayderman. Creo que fue entonces cuando empecé a memorizar las canciones de mi vinilo de “Blackout”, unos temas en un inglés sencillito ideales para canturrear sin temor a parecer Andrés Pajares hablando idiomas.

A pesar de seguir jugando al futbol notamos que las cosas empezaron a ser algo distintas nada más empezar séptimo. En realidad las cosas eran exactamente iguales que el curso anterior a excepción del acontecimiento mágico del que éramos testigos a diario: ante nuestros ojos, las niñas empezaban a ser mujeres. Revoloteando con sus recién estrenados cuerpos entre los pupitres como hermosas mariposas entre las flores de primavera, aquellas adolescentes se habían hecho mayores. Si con doce años hubiéramos sabido que nuestras vidas en un futuro no muy lejano estarían condenadas a perseguir meter la mano debajo de un jersey seguramente nuestro comportamiento hubiese sido un poquito más maduro. Cosas de chicos, siempre haciendo el mendrugo un paso por detrás.

En 1983 ya estaba (musicalmente hablando) muy motivado con el heavy metal. Teniendo en cuenta que los entendidos de mi clase estaban divididos entre seguidores de U2, Queen y Mecano, la foto de Ronnie James Dio que cubría la portada de mi clasificador me convertía instantáneamente en un marginado. ¿Qué cómo llegue a convertirme en “jevi”? Supongo que fue corriendo. Todo sucedió dando vueltas a la pista de atletismo en el estadio Vallehermoso de Madrid.

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Acabada mi carrera como futbolista, me hice amigo de Esteban, portero en mi equipo de hockey y el tipo más heavy que había conocido hasta entonces, mi alma gemela. Vallecano hasta la medula, huía de toda clase de estereotipos, nada de pelo largo, muñequeras con tachuelas, camisetas negras con las mangas recortadas y litros de cervezas a la puerta del colegio. ¡Qué va!, nada de eso. A Esteban siempre le conocí enfundado en un chándal de tactel con el logotipo de Repsol bien visible en la pechera.

Nos conocimos con 12 años en el CITD (Centro de Iniciación Técnico Deportiva), el plan creado por el Consejo Superior de Deportes para fabricar deportistas de élite. Después de una primera selección de niños por los colegios de toda la comunidad (2.000 en una primera fase que después de duras pruebas físicas y técnicas se reducían a cuarenta niños y cuarenta niñas), los formadores iniciaban una exigente preparación de deportistas para el futuro. Sacar adelante una generación de atletas de élite no es fácil, y no digamos conseguir un medallista olímpico. Sin embargo, en este proyecto algunos lo consiguieron. Muchos años más tarde, una tarde de verano de 1996, algunos de nuestros amigos se colgaron al cuello la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Atlanta. Fue un día emocionante.

Esteban y yo corríamos a diario alrededor de la pista de atletismo del estadio. Dar vueltas formaba parte del calentamiento, algo que honestamente después de un rato resultaba bastante monótono y especialmente duro durante las gélidas tardes de invierno. Para pasar el rato enumerábamos bandas de rock, más concretamente nuestras bandas de heavy metal favoritas. El heavy metal nos quitaba el frío y nos hacía volar, lo hacíamos de seis a ocho de la tarde, a diario, y era genial.

Podíamos recitar casi de memoria nuestros grupos preferidos: Quiet Riot, AC/DC, Motorhead, Rainbow, Def Leppard, Judas Priest, Manowar, W.A.S.P., Accept, Black Sabbath, Saxon. Si yo mencionaba Iron Maiden, Esteban cantaba el estribillo de ‘The number of the beast’. Si me decía algo de Scorpions, yo me ponía a cantar ‘No one like you’. Nuestro cantante favorito era Ronnie James Dio y “Holy Diver” el álbum más majestuoso que jamás se hubiera grabado y siempre coincidíamos en que si tuviéramos que escoger un solo disco para llevarnos a una isla desierta el “Blackout” de Scorpions iría en la maleta.

Cuando uno menciona a Scorpions resulta inevitable ver sonrisitas de desaprobación, como si estos tipos de Hannover fueran unos don nadie. Mucho me temo que la mayoría de la gente desconoce que estamos ante uno de los grupos hard rock más grandes de todos los tiempos. Vale, Led Zeppelin o Deep Purple molan más… pero las canciones de Scorpions son más divertidas. Formados en pleno apogeo de los Beatles en 1965, estos tipos llevan más de cincuenta años entregando decentísimas obras de rock clásico (en algunos casos excelentes), son el primer gran grupo no anglosajón en triunfar mundialmente, han llenado estadios en los cinco continentes, tienen cinco o seis canciones para enmarcar y han despachado más de 100 millones de discos en una carrera francamente honesta. Como mínimo merecen un respeto.

La formación clásica con Rudolf Shenker (guitarra), Klaus Meine (voz), Mathias Jabs (guitarra), Francis Buchholz (bajo) y Herman Rarebell (batería) inventó con Scorpions el heavy metal melódico. ¿Puede ser melódico el metal? Escuchando sus discos es evidente que sí. A pesar de crecer en los 60 y editar discos con notable éxito en los 70, su música se identifica con los años 80. Mientras el electro pop y los sonidos sintéticos triunfaban en las listas de éxitos, estos garrulos cerveceros alemanes llevaron el hard rock hasta el mainstream y con el single ‘No one like you’ compitieron por el número 1 con Michael Jackson y el ‘Come on Eileen’ de Dexy’s Midnight Runners.

“Blackout” era su octavo disco de estudio y un disco particularmente difícil después del inesperado y colosal éxito de su canción “Wind of change” en 1980, pero sobre todo después de que su cantante perdiese la voz y tuviese que someterse a una delicada operación que a punto estuvo de acabar con su carrera. Es un disco de rock divertidísimo, extremadamente melódico y lleno de buenas canciones. La inicial ‘Blackout’ tiene un riff demoledor y es imposible no cantarla (una de las grandes virtudes de los grupos no ingleses es su habilidad para escribir canciones sencillas con estribillos facilitos, directos al turrón, nada de poesía). El disco incluía la estupenda ‘Can’t live without you’ y por supuesto ‘No one like you’, pero además en la segunda cara aparecían seguiditas tres canciones colosales para cerrar el álbum: ‘Arizona’, la sublime y pesada ‘China white’ y especialmente la súper balada marca de la casa ‘When the smoke is going down’, una de las mejores canciones de su carrera y uno de los temas indispensables del hard rock de todos los tiempos. No es ‘Starway to heaven’, pero funciona igual de bien.

El éxito del “Blackout” de Scorpions se sujeta en un balance inteligentísimo entre melodía pop y estereotipos y estructuras propias del sonido hard rock tradicional, un equilibrio entre grandes baladas con estribillos metaleros y una banda de músicos en el cenit de sus talentos (especialmente en la pareja de guitarras y la voz de un renacido cantante). Es difícil determinar cuál es el mejor álbum de un artista, especialmente cuando este tiene una carrera dilatada, pero este “Blackout” de Scorpions se levanta como una obra redonda repleta de energía de la que es difícil escapar. Si tienes que quedarte con un solo disco de Scorpions, este es el bueno.

Estos alemanes cantaban en inglés, pero en la época nos gustaba cantar en castellano. Esteban era más de Obús y yo defendía a Barón Rojo. Años después, el batería original de Obús fue mi profesor en el Rockservatorio de Madrid. Fernando era un maestro cojonudo. Con él aprendí a tocar el ‘My Sharona’ de The Knack, un tema con una batería endiablada, especialmente en su parte final cuando aparece un break de tom 1 y tom 2 a mitad de tiempo dificilísimo de tocar. Cada vez que escucho a The Knack me acuerdo de Obús, una asociación francamente extraña.

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En mi etapa de batería logré cumplir parcialmente uno de los sueños de cualquier músico: responder a un anuncio y presentarme a una audición. En los libros de historia del rock algunas de las más grandes bandas de todos los tiempos cuentan que todo empezó por un simple anuncio en un periódico local. Yo también tuve mi momento anuncio. Una banda heavy de Majadahonda probó conmigo por espacio de quince minutos. Ataviados con chupas de cuero (era verano), camisetas negras (seguía siendo verano) y larguísimas melenas de pelo lacio, lo intentamos por Metallica y después por ‘Sweet child o’mine’. Aquellos muchachos hacían un ruido verdaderamente infernal, un gazpacho de sonidos indescifrables donde era imposible encontrar ni un solo parecido con Guns n’ Roses. Para mi fortuna yo allí no encajaba. Por mucho que dijese que el batería de Obús había sido mi profesor, aquel tren hacía la fama, las mujeres y el dinero se desvaneció inmediatamente. Fueron muy amables y nunca más supe de ellos.

Escuchando las canciones de “Blackout” en particular y la obra de Scorpions en general es más que probable que el sentido de tu vida no cambie. Lo que es seguro es que la diversidad de su oferta, su sonido accesible y el permanente sentimiento de energía contagiosa entretendrán a todo tipo de público. Sencillos en su concepción musical y efectivos en su propósito de ser un grupo de buen rollito, Scorpions facturó con “Blackout” lo más parecido a la fórmula perfecta de rock mainstream para las masas. Este álbum continúa teniendo una presencia imponente en la cultura rock más de treinta años después, da igual que estés escuchando Rock FM, paseando por un centro comercial o en un evento deportivo, si escuchas ‘No one like you’ es más que probable que te sorprendas canturreando el estribillo. Cuando me descubro a mí mismo cantando (y ocurre a menudo) por un instante, exactamente igual que hoy, me pregunto qué habrá sido de Esteban? Quizás los heavies de la Gran Vía me puedan informar.

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