“Mujer y Victoria”, de Javier Corcobado

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DISCOS

 “Una estupenda síntesis de las filias y fobias que han presidido su carrera en solitario”

 

javier-corcobado-12-01-17

Javier Corcobado
“Mujer y victoria”
INDUSTRIAS BALA/GRAN SOL

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

Javier Corcobado llevaba seis años sin despachar un álbum al que podamos tildar, con perdón, de convencional (aunque aquel “Luna que se quiebra sobre la tiniebla de mi soledad”, de 2011, se componía de versiones de material ajeno), lo que hace que este “Mujer y Victoria” sea acogido como la esperada vuelta de una de las rara avis más notorias dentro del siempre ingrato ecosistema sonoro patrio. Uno de esos tipos con los que es fácil desenterrar aquella manida expresión: si no existiera, habría que inventarlo. Con todo, lo mejor que puede decirse de este retorno al redil discográfico (porque inactivo, precisamente, no ha estado: el ambicioso proyecto escénico “Canción de amor de un día”, del que rescata dos temas, ha copado sus desvelos en los últimos tiempos) es que supone una estupenda síntesis de las filias y fobias que han presidido su carrera en solitario, al margen de oficiar como aldabonazo para resituar su simpar perfil creativo ante aquellas generaciones que no han tenido a bien conocer su trayectoria. Desde esa óptica, este disco incluso enmarcaría una buena puerta de entrada para cualquier neófito.

Échenle la culpa de ello a una banda estable que, integrada por Juan Pérez Marina, Julián Sanz, Sergio Devece y Jesús Alonso, depara una panorámica tan cohesionada como versátil de un temario cuya dispar procedencia podría augurar un resultado más tambaleante. De hecho, es el propio Devece (bajista de los valencianos La Muñeca de Sal, alumnos aventajados de su escuela desde hace dos décadas) quien lo ha producido al alimón, entre su propio estudio de Valencia y el de Corcobado en su domicilio de Errigoiti (Vizcaya). Puede que la reactivación escénica de Mar Otra Vez también haya tenido su parte de culpa en el renovado vigor que muestra un discurso que transita del molde de sempiterno crooner del abismo (‘Sin corazón no hay nada’) al rock and roll sucio, ruidoso -que no ruidista- y bastardo (‘Apotemnofilia’), pasando por la bossa (‘Niña preciosita’), la canción melódica (‘Canción del puerto’), los brotes de virulencia marca de la casa (‘El extranjero y su cicatriz’, ‘No odio’), algún guiño al embrujo reptante y malsano de aquel “Diminuto cielo” (1997) que compartió con Manta Ray (‘Bienestar’), los baladones agrios (‘Labios rotos’, compuesta originalmente para Luz Casal) y hasta una versión del ‘Amigo’ de Roberto Carlos, habitual en sus directos. No en vano son la amistad y, sobre todo, el amor (especialmente proyectado a través de la figura femenina en todas sus vertientes), los combustibles que mueven esta docena de canciones, notable muestrario de argumentos de un creador dotado de virtudes intransferibles, defensor a ultranza de la canción como unidad de medida de la cultura y la música popular.

Anterior crítica de discos: “Meridiana”, de Enric Montefusco.

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