Libros: “Arde Madrid”, de Kiko Herrero

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“De lo que sí habla es de la infancia, en ella se recrea página tras página en una serie de estampas ácidas, rozando el esperpento, inconmensurables algunas, como la de la ballena varada en el Atlántico que unos feriantes compran y llevan a Madrid”

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Kiko Herrero
“Arde Madrid”
SEXTO PISO

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

Kiko Herrero fue programador de la sala Rock-Ola por una casualidad de ámbito familiar, pero no espere el lector en estas sus memorias un recorrido por aquellas maneras y años de sana alegría, jovialidad musical y compadreo de élite. Nada más lejos del objetivo. De hecho, únicamente anuncia el hecho en un lacónico párrafo y relata una fiesta en un piso –por referencias a su padre, habría de ser el de Clara Morán– a la que asistió Almodóvar, pero únicamente para destacar su desastrado final. De hecho, a mediados de los ochenta marchó a Francia y allí trabajó en el campo cultural hasta hoy, tomando el francés como lengua para esta primera novela, que ha conseguido llegar a ser finalista del premio Goncourt.

De lo que sí que habla es de la infancia, en ella se recrea página tras página en una serie de estampas ácidas, rozando el esperpento, inconmensurables algunas, como la de la ballena varada en el Atlántico que unos feriantes compran y llevan a Madrid. El campo de la feria está bajo su nuevo piso en el ala oeste de Madrid, con lo cual puede asistir al espectáculo para los sentidos que supone desenvolverla de la protección del viaje. El olor a muerte y el estilo sutilmente poético ya dan el tono en estas primeras páginas, como un anuncio de lo que se va a desarrollar casi hasta la depravación en las últimas.

Es este estilo el punto que más destaca en las pequeñas estampas de niñez. La visita al laboratorio de su padre, un médico que se dedica a experimentar con animales, es tratada de forma suave y nauseabunda a la vez. Estas visiones se proyectan en ocasiones hasta trazos costumbristas o sociales, también interesantes, su obsesiva recurrencia al Liceo Francés o, sobre todo, las visitas a casa de su abuela, en la que el día de reyes las vecinas van pasando de un apartamento a otro en un laberíntico bordado costumbrista casi galdosiano y perfumado, como todas las escenas domésticas, con gotas de evocación nostálgica en los personajes.

Personajes que –amigos, compañeros, artistas de los 80– pasan dejando un leve rastro, para poner en primer plano una figura impecable, grandiosa, que acaba deviniendo casi shakespeariana: su hermana Sibila. En ella, la prosa se vuelve dañina. Es estremecedora la muerte del niño Joaquín Puig; su padre es médico y guarda fetos deformes en formol en lo que fue el mayor centro pediátrico de la Península, o la degradación que describe con sobriedad-así, más impactante– de Los Alpes, la mejor heladería de Madrid que abre a los pies de un edificio, o de la Pastelería Castilla. Un vuelo total que va desde su primera experiencia sexual al recorrido por la España de la época, Quevedo y el 98, unas calles que se nos han presentado como coloristas y que quizás aún no lo eran.

Y poco a poco, sin casi sentirlo, va entrando la degradación. Su hermana Sibila desaparece y logran encontrarla en un campamento de gitanos en Girona. A partir de aquí su figura se hace dramática y la decrepitud entra en los ojos de su hermano y en su vuelta a Madrid no halla cosa en que poner los ojos que no sea recuerdo de la muerte. Así se cierra un ciclo que parecía estallar en los ojos de la infancia y el descubrimiento del mundo y acaba estallando en el alma hasta romperla del todo.

 

 

Anterior crítica de libros: “Bunbury, en plano secuencia”, de Jose Girl.

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