Lejos de todo, salvo de Bowie

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COMBUSTIONES

 

“‘Lejos de todo’ va de Bowie y Valencia, de pop y playas, de escapar del abismo y de crecer cuando envejecer, morir, todavía no ordenaba las dimensiones del maldito teatro”

 

David Bowie no deja de aparecerse en el camino de Julio Valdeón una y otra vez. Hoy nos cuenta en “Combustiones”, la columna que escribe desde Nueva York, cómo se ha ido cruzando con el rastro del Duque Blanco.

 

Una sección de JULIO VALDEÓN.

 

David Bowie. Una presencia recurrente en mi vida durante los últimos meses. Primero fue una entrevista con un colega a Steve Rosenthal. El dueño de The Magic Shop. El estudio de grabación del Soho donde el Duque Blanco, ya muy enfermo, grabó “Black star”. No fue el único. Lou Reed, She & Him, los Ramones y Suzanne Vega, entre mil, también trabajaron en la trinchera de la calle Crosby. Hasta que las plazas de garaje del edificio de enfrente comenzaron a venderse por un millón de dólares (la unidad, sí) y no hubo dios capaz de sufragar con su alquiler de la mítica consola Neve la pervivencia del estudio. El contenido de la charla con Rosenthal acabará, o no, en un trabajo que veremos si somos capaces de rematar algún día. Imposible no recordar entre tanto el suave estremecimiento que procuraba aquel espacio. Oscuro. Atiborrado de discos y premios. Profundo como la catacumba de una edad de oro devorada por la especulación inmobiliaria y, sobre todo, la muerte lenta y segura del rock and roll tal y como lo conocimos.

Momento Bowie número dos. La exposición en el Brooklyn Museum, a veinte minutos de metro de casa. Me espera desde hace semanas. El mismo amigo con el que entrevisté a Rosenthal acaba de visitarla. Regresó deslumbrado. “Tienes que verla”. Claro que él es muy fan de Bowie, pero la pasión no le resta lucidez. Me fío de su criterio. Toca encontrar la ocasión para pasear entre los cientos de objetos, entre ropa, instrumentos musicales, vídeos, fotografías y etc., del hombre que según Melena Ryzik en el “New York Times” tanto admiraba a Little Richard: «Llevaba una fotografía del extravagante pionero del rock and roll al estudio cada vez que grababa». Su racha de casi quince años, a partir de principios de los setenta, garantiza a Bowie plaza en el Olimpo. Su despedida fue turbadora, madura, abstracta y compleja. A la altura. Por si fuera poco, amaba a Richard Wayne Penniman sobre todas las cosas. Garantía sobrada para quien suscribe de que hablamos de un tipo fiable. Convencido como estoy y de forma creciente de que la obra primera de Richard ocupa un territorio de privilegio, muy muy arriba, en la cumbre del arte, cualquier arte, del siglo XX.

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Momento Bowie número tres. “Lejos de todo”. La novela de Rafa Cervera. No pude acercarme a ella hasta ahora. Artículos, mil, y otros rollos, no siempre excusables, no siempre de peso, me mantuvieron apartado de uno de los debuts literarios más deslumbrantes de los últimos años. Va de Bowie y Valencia, de pop y playas, de escapar del abismo y de crecer cuando envejecer, morir, todavía no ordenaba las dimensiones del maldito teatro. Trata de estrellas decadentes y adolescentes hechizados por el sabor luminescente de las noches de fiesta mayor y el murmullo del oleaje y el destello estelar de la música con la que crecimos, y del descubrimiento del sexo, de los veranos de entonces, y de los milagros de un tiempo que no vuelve y del aprendizaje a la costumbre de vivir y dejarse jirones. La novela, corta como todo trago que se precie, combina de forma admirable las nostalgias de la edad en la que cualquier espejismo parece posible y la celebración de unas músicas que un día no tan lejano operaban como contraseña emocional y abecedario sentimental e incluso brújula moral de varias generaciones. Hay algo de Louis Malle y algo de Capote, de “Otras voces, otros ámbitos” o “El arpa de hierba”, de esa capacidad suya para encapsular las emociones y nostalgias mediante una escritura tornasolada y bellísima, en “Lejos de todo”.

Hablando de Malle, aquí late el germen de una película francesa. De iniciación, atardeceres, piel vestida de salitre, vinilos como invitaciones a un paraíso eléctrico y lenguas de arroz meloso, de vértigo y huida, precipio y búsqueda, y una reflexión sobre la fama, destripada, y otra sobre la juventud, a tumba abierta. A condición, eso sí, de que la música encaje en la narración con la elegancia con la que se insinúa en estas páginas. Qué belleza, oigan.

Anterior entrega de “Combustiones”: Gibson y la gallina de los huevos de oro.

 

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