Las mejores portadas del rock: The Nice, «Elegy»

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«El pánico se adueñó de ellos y empezaron a imaginar titulares en la prensa sobre dos jóvenes fotógrafos encontrados muertos en el desierto rodeados estúpidamente de bolas rojas y a rayas»

 

Pelotas rojas inflables en las dunas del Sahara y mil peripecias unidas al viaje… Toda una historia la que esconde la cubierta de «Elegy», el disco de The Nice, el grupo de Keith Emerson.

 

Una sección de XAVIER VALIÑO.

Diseño: Hipgnosis.
Fecha de edición: abril de 1971.
Discográfica: Charisma/Mercury.

No cuesta mucho reconocer una buena portada de un disco. Sin embargo, es menos común saber los entresijos detrás de su realización. Si lo supiéramos, seguramente nuestra valoración de la misma sería distinta. Algunas de ellas fueron creadas viviendo auténticas odiseas, y el disco póstumo de The Nice, «Elegy», editado cuando el grupo ya no existía, encierra una de las aventuras más completas y jocosas en este campo.

En 1970, el dúo creativo más importante de la historia del diseño rock, Hipgnosis, estaba dando sus primeros pasos, buscando aún su camino. Cuando les encargaron diseñar la portada del quinto álbum de The Nice, el primer grupo en editar un disco de rock progresivo, no se imaginaban que aquel trabajo significaría un gran paso en el desarrollo de la compañía a todos los niveles, especialmente el psicológico.

Storm Thorgerson, uno de los dos componentes de Hipgnosis, el más centrado en la parte creativa, llevó el disco a casa para escucharlo con calma. Según aseguró en su momento, la inspiración le llegó a través de la música, de madrugada, como una simple ocurrencia, en estado de duermevela. Se imaginó un desierto, aunque como se trataba de un espacio vasto y demasiado vacío, pronto su mente lo llenó de bolas rojas extendiéndose hasta donde el ojo alcanzara a ver, como si cubrieran todo aquel espacio de principio a fin. La idea la repetiría poco después aquel mismo año con el cuerpo de una mujer a modo de dunas en el álbum debut homónimo de Cochise.

Poco convencidos de que saldría adelante, se la presentaron al sello Charisma. A sus responsables les pareció bastante extravagante, especialmente después de ver que la idea les era formulada en forma de boceto en una servilleta en la que Aubrey Powell, el otro socio de la compañía, había pintado la idea en tinta roja. De todas formas, lo fiaron todo a la opinión de Keith Emerson, líder de The Nice. Con el grupo disuelto y todo su interés centrado en poner en marcha Emerson, Lake & Palmer, este dio el visto bueno.

Entonces Charisma les preguntó cómo lo harían y ellos, que pensaban que no les permitirían tal dispendio, aseguraron que tenían que ir al Sahara. Para su sorpresa, la respuesta fue positiva. Así que ahí estaban los dos con un encargo a hacer en el extranjero, por primera vez en su vida, y pagados por otra gente. Era, literalmente, un sueño hecho realidad. De todas formas, sabían que se la jugaban: tenía que salir bien o su naciente empresa probablemente moriría en el intento.

Tomaron el avión a Marrakech desde Londres, con sesenta pelotas de plástico rojo en las bodegas del avión y otras tantas con rayas por si acaso veían necesaria una variación. Por supuesto, iban desinfladas, ya que si no hubiesen explotado con la presión de la altura. Al llegar, en el control de aduanas, el oficial empezó a sospechar de su extraño equipaje. ¡Sesenta bolas rojas para una fotografía en el desierto! ¡Y otras tantas a rayas! ¿Estarían intentando introducir algún extraño cargamento en el país sin pasar los preceptivos controles? Tras pedir la documentación, el oficial salió corriendo hacia otro equipo de cine más grande que trataba de pasar la aduana en ese momento y donde debió ver un motivo de atención más importante. Primer golpe de suerte: habían entrado en el país.

Aquella noche se alojaron en el lujoso Hotel Palacio Mamounia. Se acercaron al restaurante, en un jardín con palmeras y vegetación exótica, con una piscina de mármol y un pianista acompañando musicalmente la velada. El encargado se acercó a ellos, miró a sus pantalones vaqueros y sus melenas, y les comentó que no podían entrar sin corbata.

Decepcionados, salieron a cenar a la Medina. En la plaza Jama el Fna, entre los puestos de comida, los encantadores de serpientes, bailarinas de la danza del vientre y otros espectáculos callejeros, atendieron las indicaciones de un niño de unos nueve años que los condujo hasta un restaurante con vistas a la Medina. Tras ayudarles a pedir la comida, les preguntó si querrían un par de kilos de kif. Sorprendidos, ambos tuvieron los suficientes reflejos para declinar la oferta porque, según ellos, ahora eran dos «profesionales» y tenían que seguir con el trabajo sin desviar su interés.

A la mañana siguiente alquilaron una furgoneta Renault y condujeron los 360 kilómetros que los separaban de Zagora, cruzando las montañas de la Cordillera del Atlas, decididos a hacer su trabajo en el mayor desierto cercano al Reino Unido. Desde allí aún había otros 60 kilómetros hasta las dunas en Fort Mahmoud, tras cruzar una amplia llanura plagada de pequeñas rocas que dificultaban la circulación. Aun así, al llegar decidieron acercarse para ver las dunas inmediatamente. A la vuelta poco les faltó para perderse en el enorme paraje plano sin referencias y sin señales.

Para inflar las pelotas habían llevado con ellos dos bombines de bicicletas. Llegando al Hotel de la Sud en Zagora se habían encontrado una gasolinera bastante ruinosa, pero decidieron parar. Cansados, preferían pagarle al dueño por hacer aquel trabajo. Pactaron un precio y se marcharon a dormir. La sorpresa llegó a la mañana siguiente cuando descubrieron a un grupo de jóvenes exhaustos que las habían inflado con sus pulmones.

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El día de su llegada había estado nublado. Solo tenían un día extra, porque al siguiente debían tomar el vuelo de vuelta. El ajustado presupuesto no daba para más, ni para tomar el sol ni para experimentos. Por suerte, el segundo día amaneció soleado y claro. Emprendieron de nuevo el camino a las dunas y lo primero que hicieron fue parar en la llanura para tomar la fotografía que aparecería en la carpeta interior desplegable. Delante de unas elevaciones del terreno, sobre las pequeñas rocas, colocaron distintos objetos relacionados con The Nice, como portadas de discos, fotografías publicitarias, notas y un libro de recortes de prensa.

Ya en las dunas, aparcaron su coche y contemplaron justo lo que buscaban delante de sus ojos: un desierto vacío que llegaba hasta el infinito. Sacaron las pelotas y lo primero que pensaron era que aquello parecía más incongruente de lo que habían imaginado: con las pelotas colocadas en las dunas, aquello debía parecerse a la Gran Muralla China, que se ve mejor desde el aire. A pesar de ello, se pusieron a buscar un grupo de dunas que fuese similar a lo que tenían en mente.

Durante un buen rato pasearon por las dunas, arriba y abajo, a una cierta distancia, gritándose qué les parecían. La tarde empezaba a caer. Al menos habían previsto llevar con ellos un cepillo que les permitiera borrar sus huellas en la arena. Por fin dieron con la localización deseada: un grupo de dunas que les permitía colocar las bolas en los bordes de los cráteres y en sus laderas, sin dejar marcas o con la posibilidad de borrar rápidamente cualquier rastro.

Mientras iban colocando las pelotas, no perdían de vista la composición. “¡Mueve la tercera a la derecha! ¡La número 27 a la izquierda!” Por fin lograron disponerlas todas correctamente. Sin embargo, justo al final de la línea, Aubrey Powell se cayó y, con poco tiempo para completar su trabajo, optó por dejar la marca de su cuerpo, prácticamente inapreciable si no se ve con una lupa. Dispararon dos carretes y el sol desapareció en el horizonte. Justo a tiempo.

Recogieron el material y emprendieron la vuelta. En ese momento, el coche se atascó en la arena. El pánico se adueñó de ellos y empezaron a imaginar titulares en la prensa sobre dos jóvenes fotógrafos encontrados muertos en el desierto rodeados estúpidamente de bolas rojas y a rayas. Por suerte, milagrosamente consiguieron salir de allí. Llegaron al hotel exhaustos, aunque seguros de haber salido airosos de su empresa.

Su agitado día no acabaría ahí. Powell se dio cuenta entonces de que había olvidado su preciada chaqueta de cuero en las dunas o que alguien se la había robado, con la llave de su habitación dentro. El hotel les exigió unos 200 dólares por la llave, toda una fortuna entonces, aduciendo que las tenían que traer de París. Se habían quedado sin dinero y no podían pagar, así que la dirección del hotel no les dejó marchar.

Tras avisar a la policía, se los llevaron al cuartel de la localidad. Al menos el agente con el que tuvieron que tratar los trató con amabilidad. No podían arreglar el problema, pero al menos bebieron un té a la menta en la veranda mientras tomaban unas almendras y hablaban de la política inglesa. A continuación les enseñó varios objetos perdidos y pasaportes de ciudadanos extranjeros, con lo que captaron la indirecta de que o pagaban o se quedarían allí hasta que lo hicieran.

Volvieron al hotel y quisieron llamar al Consulado británico en Rabat. Casualmente, la línea no funcionaba. Pasaron la noche en vela. Por la mañana le ofrecieron al encargado dejar sus cámaras en depósito, pero no hubo acuerdo. A media tarde, cuando ya habían perdido la esperanza de llegar a tiempo para tomar su avión, un equipo de fotografía estadounidense que iba a filmar un anuncio para la BMW en el desierto apareció por sorpresa en el hotel. Tras enterarse de su caso, decidieron prestarles el dinero. Intercambiaron sus teléfonos con los socios de Hipgnosis con la promesa de que se lo reembolsarían.

Había anochecido y no les quedaba otra opción que cruzar el Atlas de madrugada con sus 4.000 metros de altura, a pesar de todas las advertencias en contra. Tenían una última botella de whisky, así que emprendieron el viaje turnándose en la conducción y bebiendo sorbos de alcohol. Además del frío, la niebla, el hielo, la estrecha carretera llena de curvas y el cansancio, de vez en cuando aparecía de repente algún largo tráiler cargado de gasolina, manejado por conductores que iban fumando su pipa de kif.

De hecho, al llegar a Marrakech, Thorgerson acabó por sufrir un colapso. Físicamente deshecho y aterrorizado, sufrió la mayor pesadilla de su vida. Despertó envuelto en sudor y con escalofríos. Llegó a pensar que si todo aquello lo hacían por amor al arte, realmente estaban locos y no estaba claro que mereciera la pena. Fue el momento en el que más dudas tuvo sobre si había elegido el camino correcto en su vida.

Quedaba poco para subir al avión, pero aún tenían las bolas con ellos y debían buscar algo de comer. Powell, que allí vio la posibilidad de sacar un dinero para saciar el hambre, intentó venderlas. En la casba no lo consiguieron, así que se dirigieron al mercado judío. Tuvieron más suerte y, tras regatear, hicieron un trato. Empezaron a descargar las pelotas pero una nueva amenaza se cernía sobre ellos. El policía que hasta ese momento había dirigido el tráfico en el cruce cercano había dejado su puesto y se dirigía presto hacia ellos. Puede que todo hubiera llegado a su fin y que los detuvieran por tráfico de pelotas.

En ese momento, el agente se dirigió a Thorgerson y le susurró al oído si le podía dar una bola para su hijo. Este, aliviado, le dijo que por supuesto. Es más, le regalaba otra. Cuando por fin dejaron el mercado, pasaron al lado del policía de nuevo en su puesto, dirigiendo el tráfico con una mano. Debajo del otro brazo tenía una pelota roja y entre sus piernas sostenía la otra.

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Apresuradamente, comieron, devolvieron el coche de alquiler, que por aquel entonces estaba en unas condiciones lamentables, y por fin subieron al avión. Ya de vuelta en casa, revelaron sus carretes y se encontraron con unas fotografías increíbles. Su discográfica quedó impresionada, aunque nunca llegasen a conocer los auténticos detalles de su epopeya. Keith Emerson les aseguró que probablemente tenía más entidad la portada que el propio disco.

Para Hipgnosis, la seguridad a nivel privado que sacaron de la experiencia fue tanta como la que les dio a un nivel público el diseño de la portada «Dark side of the Moon» de Pink Floyd, su trabajo más valorado. Todo salió bien, pero los primeros sorprendidos fueron ellos. La conclusión a la que llegaron es que si viajas a algún lugar asombroso, existe una gran probabilidad de que consigas una buena fotografía, independientemente de lo que cueste sacarla.

Anterior entrega de Las mejores portadas del rock: XTC, “Go 2″.

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