La otra cara de Bruce Springsteen

Autor:

LA SEMANA DE SPRINGSTEEN

 

 

 

“Su faceta más literaria: la que más se aleja del olor a asfalto que le caracteriza para adentrarse en la América interior, la de las sórdidas viñetas en blanco y negro”

 

El rockero de Nueva Jersey ha tramado una breve pero punzante discografía paralela que indaga en los fantasmas y las desigualdades de la Norteamérica profunda desde una primacía acústica que contradice sus opulentos conciertos. Por Carlos Pérez de Ziriza.

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

Lejos de los conciertos de más de tres horas, con la mandíbula apretada y la vena en el cuello a punto de reventar, Springsteen ha pulido una faceta sombría y acústica tan valiosa como esa exultante épica de la clase trabajadora que lleva cuatro décadas pregonando por todo lo alto ante multitudes. Es la que se plasma en discos como “Nebraska” (Columbia, 1982), “The ghost of Tom Joad” (Columbia, 1995) o “Devils & dust” (Columbia, 2005). Y es también la faceta más literaria del compositor de Nueva Jersey: la que más se aleja del olor a asfalto que siempre le ha caracterizado para adentrarse en la América interior, la de las sórdidas viñetas en blanco y negro. Esa que podría compartir trama y escenografía con cualquiera de las novelas de Willy Vlautin (Richmond Fontaine, The Delines) e incluso John Darnielle (The Mountain Goats), músicos que forman parte de su mismo árbol geneálogico, y con cuyo ascendente han de empatizar, casi por fuerza. No en vano, el influjo de la obra de John Steinbeck o William Faulkner es común a todos ellos.

Son las de estos discos historias de asesinos en serie, de perdedores vocacionales, de almas descarriadas que vagan sin rumbo en medio de esa gran metáfora de la vida que los norteamericanos dispensan a su vasto entramado de carreteras secundarias en medio de la nada. Relatos de alcohol y miseria, de pólvora y abatimiento, que se sitúan –al menos en cuanto a su entorno geográfico y a su modulación del desánimo– en las antípodas del grueso de su producción, y que rara vez enfocan el análisis de su obra o de sus directos, generalmente embocados al deslinde de esas grandes vaharadas de grandilocuente mítica rock and roll que exuda cada nueva manga de bolos. Trabajos, por otra parte, que honran el genuino afán de libertad creativa cuando los expiden músicos desde la atalaya del éxito mundial y el sostén de sellos multinacionales que no suelen congraciar con esta clase de entregas, como es el caso.

 

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La alargada sombra de estos discos, muchas veces obliterada, ha extendido su influjo sobre la Norteamérica alternativa en más de una ocasión, y a veces sobre generaciones distintas. Sin ir más lejos, “Nebraska”, trasunto acústico de un puñado de canciones que originalmente no estaban destinadas a ser despachadas en tan austero formato, ofició de argamasa entre quienes habían crecido como emblemas del outlaw country, quien habían sido consignados a la categoría de integrantes del llamado Nuevo Rock Americano y quienes ya rodaban bajo la bandera del llamado country alternativo o americana. Al fin y al cabo, distintas formas de etiquetar un género en el que las raíces priman por encima de esa catalogación según tramos de tiempo, trazando una clara línea de continuidad. La nómina de participantes en “Badlands. A tribute to Bruce Springsteen’s Nebraska”, aquel álbum de tributo editado por Sub Pop en el año 2000, comenzaba con Johnny Cash y terminaba con Son Volt, y entre medias andaban Los Lobos, Hank Williams III, Deanna Carter, Aimee Mann, Michael Penn, Damien Jurado o Ani Di Franco. Prueba más que concluyente de su crédito entre los hacedores de rock yanqui macerado en barrica de roble, ya se situaran entre los confines del Billboard o pertrechados en las trincheras de la independencia.

 

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Ligeramente más coloreado desde su paleta sonora pero igual de tenebroso en su trasfondo lírico, “The ghost of Tom Joad” (Columbia, 1995) da continuidad a la saga con la figura de “Las uvas de la ira” (1939), de John Steinbeck, como coartada. Pero el de Freehold –aunque se hace valer del protagonista de la novela– no se limita a recrearse en el pasado, sino que toma lo que en origen fue el relato de los desheredados en el ámbito rural de la Gran Depresión tras el crack del 29 como un punto de partida para bosquejar un fresco de la Norteamérica contemporánea, la que no experimenta grandes cambios pese a que Clinton haya ocupado el sillón que antes emplearon Reagan y el primer George Bush. La misma clase de maniobra que PJ Harvey utilizó para glosar la decadencia de la Gran Bretaña del nuevo siglo, la del desencanto laborista y las huelgas estudiantiles, valiéndose de su propia historia en “Let England shake” (Island, 2011). La presentación del disco se despachó con una serie de conciertos acústicos en pequeños locales, de nuevo lejos de los grandes estadios.

 

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Como si quisiera recordarnos, aunque solo sea una vez cada década, que no tiene nada que ver con el absurdo estereotipo de la América conservadora que algunas veces se ha dibujado de él (y en la que tanta culpa tuvo Ronald Reagan y su utilización torticera de ‘Born in the USA’ en su campaña presidencial de 1984), Springsteen incurrió de nuevo en la prospección de los pasajes interiores de su país con “Devils & dust” (Columbia, 2005). Otro disco prácticamente abonado al monocromatismo del folk árido, aunque con algún repunte de brío rock –inexistentes en sus dos predecesores–, que se alimentaba de material inédito ya entrado en años pero reservaba el más reciente para descargar toda la ira acumulada tras la invasión de Irak en 2003 y la infructuosa campaña “Vote for change” de 2004, en la que un nutrido grupo de músicos de su país echaron el resto para tratar de evitar la reelección de George Bush Jr. El contenido de aquel álbum sí fue rodado en una extensa gira por grandes recintos, por primera vez en los últimos diez años sin la E Street Band. Y las 8.000 personas que asistieron a su concierto del 1 de junio de aquel año en el Palau Olímpic de Badalona dan fe de su capacidad, desde la austeridad del formato de «one man band», para seguir cautivando con un repertorio seco y desabrido, que podía hermanar sin traumas sus letanías folk en tonos sepia con el ‘Dream baby dream’ de Suicide. El último golpe de genio del otro Springsteen.

 

 

Anterior artículo de la Semana de Bruce Springsteen: Cuando Springsteen rozó el abismo.

 

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