La mascarada del siglo: «Negro es el color»

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«En un mundo que irremediablemente se despeña por la pendiente de la nostalgia sin miramientos, son los actuales reflejos de la era dorada del soul los que se llevan el favor de público y medios»

 

Carlos Pérez de Ziriza indaga en los nuevos fenómenos del soul y el r’n’b, para descubrir que las propuestas más vanguardistas se dan contra un muro y es la nostalgia la que se impone.

 

 

Una sección de: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

 

Cantaba Nina Simone hace décadas aquello de ‘Black is the colour of my true love’s hair’. Y aunque el origen del clásico carezca de connotaciones raciales (la teoría más plausible lo cifra como adaptación norteamericana de un clásico folk escocés), nos hemos servido del guiño para, ahormando su significado, recordar que el negro es el color de aquellos géneros a los que con más frecuencia asociamos a un honesto desborde de pasión y al elástico perfil de un modus operandi tradicional pero siempre con visos de renovación. Pese a ello, cuesta horrores desde hace ya lustros el dar con tótems o nombres emblemáticos duraderos en el tiempo. Al menos en la escena soul y en la del r’n’b, siempre repleta de nuevas divas (y divos, aunque en mucha menor medida) a quienes adjudicar el papel de herederas de Aretha Franklin, Etta James, Diana Ross y demás nombres de una constelación de estrellas de resonancias míticas pero bastante yerma de relevos.

En realidad, quizá solo se trate de algo común a cualquier otro género de la actualidad, sobre todo si tenemos en cuenta que la heterodoxia y la vanguardia suelen cotizar al alza entre la crítica pero no tanto entre el público. El caso de Janelle Monáe [en la foto], ahora de actualidad merced al infeccioso ‘Q.U.E.E.N.’ (avance del inminente «Electric lady») podría ser la excepción que confirme la regla: las nominaciones a los Grammy cosechadas hace tres años por su álbum «The arch android» y su ascendente buena estrella comercial la consolidan como megaestrella en ciernes (con Azealia Banks al acecho), y la colaboración de la libérrima Erykah Badu en el tema de marras no hace más que bendecir una propuesta tan desbordante de talento como abigarrada, que desafía los convencionalismos genéricos. Curiosamente, su vuelta coincide en el tiempo con la edición del nuevo single de Lauryn Hill, quien lleva nada menos que quince años sin editar material de estudio nuevo, desde que sorprendiera al mundo con uno de los álbumes clave de la música negra de las últimas décadas, el colosal «The miseducation of Lauryn Hill» (98). El nuevo sencillo no despeja la incógnita sobre si el talento de Hill permanecerá intacto o los medios tendrán que seguir hablando de ella por motivos más prosaicos y desagradables, como su reciente condena a tres meses de prisión por evasión de impuestos. Así que habrá que estar atentos a su anunciado nuevo álbum para despejar los interrogantes.

Los casos de Monáe, Badu o Hill no son, en todo caso, paradigmáticos de los tiempos que corren. En un mundo que irremediablemente se despeña por la pendiente de la nostalgia sin miramientos, son los actuales reflejos de la era dorada del soul los que se llevan el favor de público y medios. Y no digamos ya si van sazonados con toda la retahíla de detalles vitales sórdidos, como fue el caso de Amy Winehouse. Su triunfo, así como el del soul blanco femenino de Adele o Duffy, no es más que la punta del iceberg de un fenómeno en el que ha acabado prevaleciendo la fidelidad a los cánones del género por encima de cualquier otra consideración. El triunfo de la ortodoxia sobre cualquier atisbo de vanguardia. Agudizado además por las competiciones televisivas de nuevos talentos, conservadoras por definición. De hecho, ya prácticamente nadie se atreve a mentar ahora aquello del soul del siglo XXI como elemento diferenciador, aquella coletilla que era común a finales de los noventa y principios de los dos mil. Valga como botón de muestra el caso de Nicole Willis: se perfiló como figura del llamado neosoul hace más de una década, con sus colaboraciones en trabajos de Leftfield, Nuspirit Helsinki y discos propios tan deslumbrantes como su debut «Soul makeover» (decisivamente influido por su marido, Jimi Tenor), pero ha sido su inmersión en el soul más tradicional junto a The Soul Investigators (sí, brillante pero en absoluto prospectiva) la que le ha granjeado la popularidad, hasta el punto de convertirse en una de las vocalistas predilectas de un Barack Obama que difunde su credo incluyéndola desde 2012 en sus listas de Spotify.

La tendencia, obviamente, no es exclusiva de las mujeres, por cuanto algunos aún no dejamos de admirarnos de que el joven Frank Ocean fuera (merecidamente) elevado a los altares del 2012 mientras tuvo que ser una vieja leyenda curtida en mil batallas, como Bobby Womack, quien más se acercase a lo que sería una reformulación contemporánea del género vía Damon Albarn, con una repercusión bastante menor. No obstante, el camino también ha sido emprendido a la inversa por algunas féminas. Y en algunos casos, como en el de Kelis, seguramente hubiera sido mejor que las cosas se hubieran quedado como en su prometedores primeros álbumes, dada la ordinaria sofisticación dance pop de «Flesh tone» (2010).

Y ya que estamos con Kelis, cuya propuesta ha orbitado siempre más cerca del r’n’b moderno y todos sus derivados que del soul, es precisamente su leonina figura la que nos puede dar pie para resaltar la frecuente inconsistencia de toda esa pléyade de vocalistas negras que parecen incapacitadas para facturar un álbum redondo, uno de esos trabajos definitivos que marcan época. Quizá eso importe muy poco en esta era de singles, en la que las generaciones más jóvenes ya no consumen más que canciones aisladas y muchas veces fuera de su contexto, pero no deja producir cierta desilusión que las Beyoncé, Foxy Brown, Nicki Minaj, Santigold, Mary J Blige o Jill Scott de turno, desde sus muy distintas propuestas, no consigan deslumbrar más que en momentos puntuales. Y eso por no hablar del progresivo proceso de edulcoración al que se ven sometidas carreras como la de Alicia Keys (extensivo a muchas otras gargantas portentosas) o grandes esperanzas truncadas, como la de Ms. Dynamite (¿alguien se acuerda del revuelo creado por su debut y el «two step» hace once años?), en un conglomerado de escenas tampoco exenta de sus «hypes».

Así las cosas, crucemos los dedos porque lo del estupendo debut de THEE Satisfaction sea preludio de algo grande, y no flor de un día. Por ejemplo.

Anterior entrega de La mascarada del siglo: A vueltas con el indie.

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