La mascarada del siglo: Llámalo (otra vez) underground

Autor:

 

«A consecuencia del progresivo adocenamiento de gran parte de nuestra escena llamada independiente, el calificativo recobra vigencia y una palpable presencia en los medios»

 

Carlos Pérez de Ziriza llama la atención sobre una emergente escena de bandas españolas, cuya irrupción se ha visto acuñada con un término que parecía ya en completo desuso: underground.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter: @cpziriza).

 

 

En esta suerte de regresión histórica que nos está tocando vivir, ganarse el pan con el sudor de la frente es lo más parecido a una carrera de obstáculos sin reglas. No digamos ya si uno desarrolla su actividad en ese permeable terreno que calificamos como música pop rock, en sus múltiples variantes, acepciones e ismos. Las vacas andan tan famélicas que poco importan los litros de sudor derrochados. Tampoco es demasiado relevante saber en qué lado de la barrera se encuentre uno, porque el panorama está resultando catastrófico para todos los agentes de eso que aún podríamos llamar industria: desde promotores a cronistas, pasando por sellos discográficos, agencias de management y, claro está, los músicos, que son al fin y al cabo los auténticos protagonistas de este sucedáneo de negocio.

Volver a resaltar todo esto, obviamente, no supone novedad alguna. Pero sí que resulta llamativo que, con la que está cayendo, centenares de músicos sigan empeñados en embarcarse en proyectos de lo más diverso desde todos los rincones del Estado, en una carrera cuya exigua repercusión ni siquiera pronostica rebasar el ecuador de un recorrido de mediana entidad. Quizá lo que ocurre es que, llegados a este punto, impera un cierto espíritu (“de perdidos al río”, que se suele decir) en el que, hecha tabla rasa respecto a todo aquello que alguna vez significaron las expectativas de reconocimiento popular, hayamos alcanzado un nuevo kilómetro cero a partir del cual centenares de bandas solo buscan ceñirse a lo que su instinto les demanda. Sin preocuparse más de la cuenta por su repercusión o por la imagen que los medios proyecten de ellas mismas. Y es que no hay mucho que perder cuando realmente ni se tiene nada ni se aspira a obtener un rédito material que devuelva con creces tantas horas de trabajo acumuladas en ensayos, conciertos, promoción y relaciones sociales más o menos fructíferas.

En cierto modo, hemos vuelto a los tiempos de las catacumbas. A aquellos hábitos prácticamente autogestionarios que se estilaban en la aún incipiente independencia norteamericana de los ochenta, y que tan bien describe Bob Mould (Hüsker Dü, Sugar) en su jugosa biografía («See a little light: The trail of rage and melody», editado por Little, Brown and Company el año pasado) o el propio Michael Azerrad (también colaborador en el libro de Mould) en ese memorable retrato colectivo que fue su «This band could be your life» (editado por fin hace poco en castellano como «Nuestro grupo podría ser tu vida», por Editorial Contra). Con la diferencia de que han pasado cerca de treinta años, no debe haber prácticamente nadie en este país que albergue fe en adquirir algo siquiera similar a la popularidad de la que gozaban nuestras bandas punteras de aquella época, y hay al menos un par de importantes factores que juegan a su favor y otorgan sentido práctico y visibilidad a su trabajo: los avances técnicos para grabar con un presupuesto ínfimo y la difusión que proporciona un buen uso de las redes sociales.

Por todo ello, quizá no resulte tan sorprendente que se haya vuelto a poner en boga un término que, aplicado a la música, quedó prácticamente en desuso a finales de los ochenta: underground. Aquel vocablo quedó sepultado durante los noventa por las etiquetas independiente (o simplemente indie, y no nos enfangaremos más en su desafortunado recorrido histórico) y alternativo. Pero lo de underground había prácticamente desaparecido, habitando una marginalidad tan demodé que ni siquiera ayudó ni una pizca a que Gabinete Caligari obtuvieran un mayor eco mediático cuando recuperaron el término de marras para así titular, no sin retranca, el primer single de su álbum de 1998. Lógico: aquello era poco más que un vestigio del pasado.

Pero hete aquí que, quizá también a consecuencia del progresivo adocenamiento de gran parte de nuestra escena llamada independiente, el calificativo recobra vigencia y una palpable presencia en los medios. Lo hace para englobar a toda una pléyade de bandas que vienen reclamando con fuerza su espacio en los últimos tres o cuatro años, que se mueve en unos parámetros de cierta camaradería y, a veces, modos cercanos a la autogestión (aunque de todo hay, claro: algunos se autoeditan y otros muchos pululan en pequeños sellos) y que ha deparado algunos de sus frutos más jugosos durante el recién finiquitado 2013. No es ni una escena homogénea, ni necesariamente rompedora o rupturista con el pasado más inmediato. De hecho, hay en ella ecos más que evidentes de hornadas locales que en su momento (no hace más de una década) aglutinaron el interés de medios y sellos, concretado en su momento en informes periodísticos y discos recopilatorios. Pero sí podemos decir que muchos de ellos están aportando, a través de los surcos de su música, las rodajas de rock más frescas, vivificantes y espontáneas de la producción estatal.

Que nadie espere que sus costuras no queden visibles. No vamos a andarnos a estas alturas con descollantes hallazgos estilísticos ni zarandajas similares. Pero sí es encomiable el desprejuiciado vigor con el que muchos de ellos se ponen el mono de trabajo, y el desparpajo con el que combinan nutrientes dispares (a veces, en coyundas que parecían inverosímiles) para urdir brebajes arrebatadoramente adictivos, aupados muchas veces en un ímpetu casi anfetamínico. Algunos de ellos, aplicando alcohol de alta graduación sobre la herida abierta en canal en el dolorido cuerpo de una ciudadanía ya bastante maltratada por la gran estafa a la que lo somete nuestra oligarquía política y económica. De hecho, no es raro que la palabra “guillotina” aparezca con frecuencia en algunos de sus textos.

En Galicia, la zanja abierta por los corrosivos Triángulo de Amor Bizarro está siendo excavada con saña por Disco Las Palmeras!, Unicornibot, Das Kapital, Fantasmage, los escasamente ponderados Mequetrefe o Franc3s (estos últimos asentados en Limbo Starr), heraldos de una escena heterogénea que linda por el este con sus vecinos Fasenuova o Las Nurses, puntales del sello asturiano Discos Humeantes. Recopilatorios como Galician Bizarre (que amplían el radio de acción a muchos más proyectos) y sellos como Matapadre o Discos Da Máquina dan fe de del momento de efervescencia. En Valencia, la llama de los diferentes esquejes surgidos del post hardcore y el indie rock norteamericano de los noventa prende con fuerza desde hace tiempo en Betunizer, Cuello, Mox Nox, Caballo Trípode, BeginEnd, Negro, Mexican Moustache, Perro Grande o Mad Robot (el puente más obvio con la generación anterior), mientras que argumentos más sombríos y etéreos guían los pasos de Nueva Internacional o los incipientes Antiguo Régimen. El sello barcelonés B Core estuvo al quite para hacerse con los servicios de algunos de ellos (ahí está también Alberto Montero para certificarlo), lo que no es óbice para que pequeños sellos como Discos de Perfil, La Cúpula del Trueno, Jaguar Records y la encomiable labor de avanzadilla de Greyhead, continúen con su loable labor de cuña, y compilaciones como el Recopilata del Magazine (sala de la ciudad) levanten acta.

En Barcelona, bandas como L’Hereu Escampa, Els Surfin’ Sirles, Beach Beach, Súper Gegant, Furguson, Univers, Anímic o los epatantes Za! (con ese directo que no admite parangón) irradian, desde diferentes ángulos, el mismo frenesí que en la década de los noventa emanaba de aquella ejemplar escuela post hardcore (Corn Flakes, Aina) de la que salieron Refree (más volcánicos ahora que nunca) o Nueva Vulcano. Y sellos como La Castanya, Famèlic o incluso Domestica Records (casa del deslumbrante y sombrío synth pop de El Último Vecino) y Discos de Paseo (abiertos a propuestas de todo el país) ofician de médiums. Y en Madrid, cuando los rescoldos de aquella hornada subterránea de hace algo más de una década (Ginferno, Humbert Humbert o Grabba Grabba Tape: la cosa llegó a tener visos de “segunda movida” para algunos medios) se habían ido apagado con el tiempo, se ha ido gestando una escena saludablemente diversa, en ocasiones preñada de irreverencia  o iconoclastia, en torno a nombres tan recomendables como Hazte Lapón, Alborotador Gomasio, Puzzles y Dragones, Biznaga,  Celica XX, El Pardo, Tigres Leones o los arrebatadores Juventud Juché. Y con sellos como Discos del Rollo, Gramaciones Grabofónicas, y recopilaciones como las que lleva a cabo La Fonoteca.

Desde lo local a lo universal, muchos de los sellos citados no tienen reparo alguno en poner en circulación material de bandas de cualquier parte del país, sin limitar su radio de acción ni su horizonte expresivo. Puede que muchos de ellos aún exuden amateurismo (o carencia de medios: parte de su encanto en todo caso, se mire como se mire) y que la dispersión reinante no augure trayectos perdurables en muchos de los casos. Pero hay en todo ese tropel de bandas demasiado talento (a veces en bruto) como para no cifrar en él cierto anhelo de regeneración de nuestra (a veces) tan acomodaticia escena. Y pónganle a ese “escena” la etiqueta que más les guste, porque, para el caso, lo mismo da.

Anterior entrega de La mascarada del siglo: Televisión y rock, el reino de las oportunidades perdidas.

Artículos relacionados