La mascarada del siglo: El pasado, bonito para visitar, malo para quedarse a vivir

Autor:

pixies-17-09-13

«El tiempo no pasa en balde, y más cuando los discos magistrales son aquellos que tienen la virtud de condensar, como las buenas fotografías, un momento en el tiempo»

 

Carlos Pérez de Ziriza muestra su escepticismo ante las nuevas canciones de los Pixies, su primer material nuevo en veintidós años, editado tras casi una década dedicándose a la actividad predilecta de la gran mayoría de bandas históricas: girar sin fin.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (Twitter: cpziriza).

 

 

Hay un capítulo de la serie británica «Black mirror», el titulado como ‘Vuelvo enseguida’ (‘Be right back’), en el que Martha, su protagonista, acaba recurriendo (tras la muerte de su marido) a entablar contacto con una réplica virtual del mismo. Toda la información acerca de su personalidad está recopilada en el ciberespacio, a través del rastreo que la red ofrece acerca de la personalidad del difunto en redes sociales y páginas web de toda clase. El desenlace no puede ser más desasosegante, porque la distopía está en la línea de las mostradas en cualquiera de los capítulos de la serie, y no parecen en sí mismas tan lejanas. Y esa inquietante posibilidad es la que hace de «Black mirror» una de las más turbadoras ficciones de los últimos años. En concreto, la eventualidad que esta entrega muestra de volver a entablar contacto con el ser más querido, reproduciendo de forma mecánica pero aplicadamente fiel y funcional hasta la más íntima de las relaciones que uno mantenía con el ser humano original, desde el plano afectivo al sexual, no puede resultar más escalofriante. Todo responde a la más estricta simulación, tecnológicamente irreprochable pero inevitablemente carente de alma. Y eso por no entrar en el rosario de dilemas morales que el asunto podría plantear.

Aplicando el supuesto delirio apocalíptico al plano musical, pocas muertes hay en los últimos años que no tengan solución. No hay problema alguno en buscar «impersonators» dispuestos a la faena de aliño, en bandas que retienen la nomenclatura original con el añadido de algún aderezo al que se ven obligados por cuestiones legales, nada que ver con ningún escrúpulo. La engañifa es tan obvia que tan solo resulta efectiva para aquellos que están previamente dispuestos a participar de ella. Y también son legión. Sin necesidad de ponernos tan dramáticos (por lo del deceso, no por su verbenera consecuencia), son legión las bandas que se separan y acaban volviendo muchos años después con su formación original intacta a la carretera para ganarse las lentejas, hasta el punto de que hoy en día la excepción la constituyen aquellos que no recurren a desenterrar el pasado. No importa la extracción original, lo mismo da que estén rabiosamente adscritos a la independencia o al mainstream. Hay veces en las que incluso se puede llegar a agradecer que reanimen el pulso de su discografía en el punto exacto en el que la habían dejado, facturando entregas que no desentonan junto a aquellas que les dieron prestigio: baste recordar el caso de Portishead, Echo & The Bunnymen, My Bloody Valentine, Dinosaur J. o los ya irremediablemente extintos The Go-Betweens. Pero son una magra minoría.

Cuando se trata de abordar los escenarios retomando las cosas tal cual estaban hace diez, veinte o treinta años, la opción generalmente más sensata suele ser la de no remover el pasado. Pasar por alto las viejas rencillas (aquello de pelillos a la mar) y aplicarse en reproducir con la mayor fidelidad posible repertorios que se justifican por sí solos, ante los que nadie va a poner objeción alguna. Al fin y al cabo, ofrecer lo que la gente quiere, pese a que la química escénica se haya evaporado en detrimento de la pulcritud sonora y un hiperprofesionalizado sentido del espectáculo, generalmente muy por encima de lo que sus protagonistas deparaban en su momento álgido. Que aquello acabe degenerando en algo previsible o aún excitante, ya depende de la pericia o del «mojo» que conserven sus artífices, porque algunas reuniones acaban sabiendo a simple producto recalentado (algo tan descorazonador como tratar de revivir un amor de juventud veinte años después) mientras otras consiguen retener parte de la mística de los «good old days», insuflándoles vigencia en el momento presente. Quizá tan solo se trate de la diferencia entre un mal ilusionista y otro bueno. Por algo dijo alguien hace ya mucho tiempo que el pasado es un lugar bonito para visitar pero malo para quedarse a vivir, así que la mayoría de las veces, en cualquier caso, es casi siempre mejor no ensuciar el recuerdo facturando composiciones que irremisiblemente acabarán palideciendo ante las emblemáticas. El tiempo no pasa en balde, y más cuando los discos magistrales son aquellos que tienen la virtud de condensar, como las buenas fotografías, un momento en el tiempo.

Tomemos el ejemplo de los Pixies, ahora de actualidad. Habían mantenido una envidiable forma sobre los escenarios desde que en 2004 decidieron volver a ellos tras más de una década engordando su leyenda como la luminaria que son, piedra angular del mejor rock norteamericano alternativo, independiente o como demonios quieran llamarle. Incluso habían ido ampliando el diafragma selector del repertorio que ponían en danza cada noche, recuperando algunas de las gemas de su etapa más tardía, la menos valorada por la crítica. Pero hete aquí que este año se deciden a prescindir definitivamente de la bajista Kim Deal (siempre fue notoria la difícil relación de la creadora de ‘Gigantic’ con Black Francis) y anuncian la edición de cuatro temas de nueva factura, lo primero que componen como Pixies en veintidós años (al margen del single previo “Bagboy”, aparecido en junio, y el tema ‘Bam thwok’, editado hace nueve años en formato digital). Y siguen en la carretera, claro, con Kim Shattuck (The Muffs) al bajo y los nuevos temas formando parte del setlist. Las modificaciones no parecen importarle un pimiento a sus fans, pecata minuta en el mejor de los casos, ya que siguen agotando el papel para todos sus conciertos, como los dos que darán el próximo mes de noviembre en Madrid. Pese a ser esta, como mínimo (que ahora recuerde uno) la cuarta gira española en menos de una década.

Podríamos preguntarnos si veintidós años de espera son muchos (o pocos) para lo que esgrimen en el llamado «EP 1» (título que insinúa que aún habrá más), pero uno casi preferiría que el balance global de esos cuatro temas fuera directamente bochornoso, y no simplemente mediano (de medianía), y así ahorrarse la ardua tarea que siempre comporta el mendigar repetidamente, a lo largo de un cuarto de hora, algunas briznas de la magia que hizo de ellos una de las mejores bandas de rock de las últimas décadas. El ejercicio (que puede ser tan intuitivo como analítico) de confrontar el deseo con la realidad para acabar sospechando que esas cuatro canciones podrían haberse publicado bajo la marca Frank Black y pocos hubieran reparado en ellas. Para quienes llegaron (llegamos) tarde para vivir en tiempo real la explosión punk, por obvios motivos generacionales, los Pixies (y en gran medida Nirvana, sus mejores alumnos aventajados) fueron lo más parecido a aquel saludable vómito de bilis. Pero tan solo en la rotunda ‘What goes boom’ se atisba esa rabia, aquel iracundo acceso de furia que les hizo tan especiales. Aquel grito primario preñado de un escabroso y exótico lirismo, que les convertía en una rara avis plena de un magnetismo animal ante el que era imposible resistirse.

Ni siquiera han retenido aquella aversión a los videoclips que deparaba engendros tan deliciosamente anticomerciales como los casi cuatro minutos promocionales de ‘Velouria’, porque el clip de la reciente ‘Indie Cindy’ es de lo más convencional. Enfrentarse a estas cuatro canciones no deja de ser algo desconcertante, porque al final siempre se corre el riesgo de preguntarse dónde reside el problema: en los oídos que escuchan o en los creadores de ellas. ¿Han cambiado tanto ellos? ¿Somos nosotros los que hemos cambiado, los que tenemos la percepción tan viciada que nos resulta casi imposible emocionarnos ante algo que encajamos como la repetición inanimada y fríamente mecánica de unos tics que nos removían el estómago y nos volaban la cabeza hace más de dos décadas, y ahora apenas nos provocan una cínica media sonrisa? Quizá tan solo se trate de poner el juicio en cuarentena, darles el beneficio de la duda y aguardar en pos de que un nuevo álbum vea la luz. Que todo se andará, quién sabe.

Anterior entrega de La mascarada del siglo: La crítica en el diván.

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