La mascarada del siglo: El expediente Wilco

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«Hay quien quiso ver en ellos al nuevo heraldo de la vanguardia en la escena rock internacional. Y lógicamente, muchos de quienes lo hicieron se sintieron luego defraudados»

 

 

Carlos Pérez de Ziriza reflexiona en esta entrega de su «La mascarada del siglo» sobre el caso Wilco y ese exigirles algo que quizá no tenga que ver con ellos pero que con tanta fuerza se deja sentir en los últimos tiempos.

 

 

Una sección de Carlos Pérez de Ziriza [Twitter: @cpziriza].

 

 

Hace un par de semanas, la publicación de un estudio sobre hábitos musicales entre la comunidad universitaria de La Rioja levantó una polvareda tan incomprensible como sobredimensionada en las redes sociales. Que casi tres de cada cuatro encuestados no tuvieran ni idea de la existencia de un grupo llamado Wilco fue el motivo, con el conveniente efecto amplificador de su publicación en el diario «El País», para que cientos de internautas se rasgasen las vestiduras. Un porcentaje menor, pero no menos significativo (uno de cada dos) afirmaba no conocer ni a Radiohead ni a Depeche Mode, pero eso parecía importar menos. Más allá de la catarata de interesantes reflexiones que podría generar la escasa incidencia de los medios especializados sobre los gustos de la audiencia (una repercusión, creemos, no tan distinta a la de hace más de dos décadas), o del vuelco obrado en los hábitos de consumo de las generaciones más jóvenes (innegable y demoledor), cabe formularse una pregunta sesgada, si se quiere, pero no por ello menos intrigante: ¿cuántos de quienes han puesto el grito en el cielo llevan años instalados en la reclamación de mayores cotas de riesgo a Jeff Tweedy y los suyos?

La respuesta al interrogante podría tener su morbo, porque no ha habido una banda que haya encarnado mejor, en la última década, la encrucijada entre tradición y vanguardia que Wilco. El equilibrio entre fidelidad a unas raíces muy reconocibles y la exigencia de seguir avanzando en la reformulación de un género (o una amalgama de géneros, porque eso es al fin y al cabo la «americana». O lo que se daba en llamar Nuevo Rock Americano en los ochenta y country alternativo en los noventa, simplificando) al que, habitualmente, no se le demandan grandes renovaciones. La distancia que separa el revivalismo de la ruptura, en unos tiempos en los que lo primero abunda y lo segundo escasea. Y en los que, las más de las veces, son el talento natural y la personalidad quienes logran negar, más allá de lo puramente formal, a la primera de las opciones.

En esa disyuntiva se mueven los de Chicago, pero no porque parezca preocuparles demasiado (sus últimos tres álbumes son la prueba), sino porque ese, susceptible de una buena ristra de controversias paralelas, parece ser el dilema al que les quiere abocar gran parte de su legión de fieles. Los que aún lo son y los que alguna vez lo han sido. Los que disfrutan sin ambages de su música y, sobre todo, los que cada vez permutan en mayor medida su condición de seguidores por la de meros observadores, siempre con el espíritu crítico bien afilado. Al fin y al cabo, es el peaje que hay que pagar por ser la banda de consenso. Esa que podría gustar por igual a amas de casa, provectos padres de familia que rozan la cincuentena, adolescentes con cierta inquietud y amantes del underground más recóndito. La misma que te podría recomendar Santiago Segurola en una tertulia deportiva y recordar Xabi Alonso, ataviado con un gorrito invernal con el nombre de la banda impreso. La misma que ya hasta goza de un festival propio en Massachussets, en el que sus proyectos satélites y sus amistades en el «show business» pueden lucirse.

Es el peaje por ser la banda de consenso, pero, sobre todo, es el precio por estar prácticamente solos ocupando ese rol. Y esto último sí que es algo de lo que ellos, de ninguna manera, pueden tener la culpa. De un tiempo a esta parte, Wilco se han convertido en el «pim pam pum» favorito de una buena parte de público y, sobre todo, crítica, que no les perdonan que en los últimos seis años (los que van desde «Sky blue sky» hasta ahora) sean tan pulcros, tan irreprochable y previsiblemente impecables sobre los escenarios, tan inmovilistas a la vez en la configuración de su sonido. Tan perfectos en la ejecución, incluso cuando los hados se conjuran en su contra (los problemas de sonido en Primavera Sound 2010), que el espectador casi tiene la sensación de estar asistiendo a la proyección de un deuvedé en alta definición. Tampoco ayuda el hecho de que se hayan sobreexpuesto tanto al público español, en un rosario de giras que hace que ya incluso nos cueste situar el año concreto en el que les vimos en un festival o en otro, en la presentación de un disco o en la del siguiente.

Seguramente, si nunca hubieran facturado un par de discos como ‘Yankee Hotel Foxtrot’ (2002) y ‘A ghost is born’ (2004), nada de esto ocurriría. El contenido del primero les reportó la salida, por la puerta falsa, de Reprise, y el ingreso en Nonesuch, sello en el que fue precisamente la audacia formal del álbum lo que lo convirtió en un paradójico hito para el grueso de la crítica, e incluso en un relativo éxito de ventas, mucho mayor de lo que cabía suponer si nos atenemos al giro operado. Se habló entonces de un sesudo proceso de deconstrucción, cuando en realidad todas y cada una de sus canciones, pese a incorporar ocasionalmente influencias hasta entonces inéditas (como el kraut rock) siempre tuvieron un poso pop muy reconocible, aunque nunca tan explícito como el de ‘Summerteeth’ (1999). Este último, por cierto, uno de los favoritos de sus fans de más largo recorrido. Se notó la mano de ese secundario de lujo que es Jim O’Rourke, desde luego. Quizá se minusvalore, desde la perspectiva actual, el papel determinante que jugó. Pero una cosa es dinamitar a las bravas los cimientos de la narrativa que te precede y otra es salpimentar tu propuesta de interferencias livianamente ruidistas, de irregularidades rítmicas que escapan a los patrones hasta entonces utilizados, de incorporar efluvios de otros géneros que desfiguran más la forma de tu propuesta que el propio fondo. Y la línea que separa ambas prácticas, la ruptura casi radical de la ornamentación audaz, es a veces muy delgada.

Desde entonces, hay quien quiso ver en ellos al nuevo heraldo de la vanguardia en la escena rock internacional. Y lógicamente, muchos de quienes lo hicieron se sintieron luego defraudados. Pero ni sus últimos discos son el más claro epítome del conservadurismo, rancios ejercicios de estilo perfumados en el alcanfor del conformismo (ahí está “Art of almost” para ratificarlo, siquiera sea de forma puntual), ni las aventuras sonoras de Radiohead –por buscar a la banda con la que mayor paralelismo pueden tener actualmente en cuanto a equilibrio entre aceptación popular (con matices) y aceptación crítica (con más matices aún)– son la punta de lanza del riesgo aplicado al pop de (moderado) consumo.

Se ha llegado a argumentar, a propósito de su última gira española, que les llevó a recintos tan distinguidos como el Gran Teatre del Liceu (Barcelona) o el Teatro Victoria Eugenia (San Sebastián), que sus shows mostraban la auténtica cara del público filo indie de nuestro país, burguesa y económicamente acomodada (como si eso fuera una novedad, por cierto). Todas las opiniones son respetables, y tienen su porcentaje de fidelidad a la realidad en base a la mayor o menor lógica de sus argumentos. Pero el agravio comparativo salta a la vista con solo echar un vistazo al listado de artistas que han desfilado por esos recintos en la última década. Sin salir del Liceu barcelonés, Björk, Antònia Font, Lax’n’Busto, Marlango o Bunbury, sin que nadie se rasgase las vestiduras o elaborase una relación de causa-efecto entre marco y audiencia. O Tindersticks, The Divine Comedy o Corizonas, en el caso del Victoria Eugenia donostiarra. Y no puede precisamente decirse que Jeff Tweedy se las vaya dando de exquisito allá por donde pisa, como si no estuviera acostumbrado a lidiar con toda clase de plazas: su solitaria gira acústica de 2008 topó con salas tan hostiles como el Greenspace valenciano, entre cuyo irrespetuoso murmullo ambiental tuvo que tratar de hacerse oír. Con relativo éxito, siendo benévolos.

Se dice desde determinadas tribunas que son los nuevos Dire Straits, concretamente desde la incorporación de Nels Cline y la irrupción de algunos de sus prístinos solos de guitarra. Pero vuelve a jugar en esa consideración el peso de las expectativas externas, que muy poco tiene que ver con los propósitos de la banda, sus fines y sus resultados. Y el apunte sociológico que nos lleva a encasillarlos como esa banda perfecta para que aquellos despistados que tan solo oyen llover puedan marcarse, ante amigos y conocidos, el tanto de estar a la última. Pero el principal error es el de tomar caprichosamente la parte por el todo. Porque aun reconociendo que algo de ello hay, sostener que Dire Straits son uno de sus principales nutrientes solo puede entenderse desde la temeridad o desde la necesidad de la discordancia frontal ante el consenso de hace unas temporadas: seguramente haya al menos cinco bandas que hayan pesado más en sus últimos trabajos, desde Beatles a Neil Young, pasando por The Band o The Byrds. Y si alguna vez se desmarcasen con un single de rock and roll trotón a lo años cincuenta como el de ‘Walk of life’, ya estábamos todos corriéndoles a gorrazos de aquí a Sebastopol. Pero el mantra de que son los Dire Straits del nuevo milenio sigue su curso, extendiendo su influjo.

Nos quedamos personalmente, en definitiva, con la sensación de que quizá llevamos tiempo poniéndoles un peso demasiado duro sobre sus espaldas. O exigiéndoles que tomen las riendas de una nave que, seguramente, no les corresponde, ni (desde luego) les apetece pilotar.

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