La mascarada del siglo: Discos iniciáticos vs discos de madurez

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«No siempre los trabajos más influyentes de un creador se corresponden con su obra definitiva»

 

Está extendido el pensar que los discos de debut suelen ser insuperables. Carlos Pérez de Ziriza no opina exactamente así y reflexiona sobre ello con ejemplos concretos: obras que superaron a las iniciáticas o a las primeras que definieron el canon.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA. (twitter: cpziriza)

 

 

Lugar común extendido: el recuerdo de los álbumes iniciáticos (preponderancia para los debuts) prevalece sobre el de los álbumes de madurez. Obligado es generalizar al abordar la cuestión, y como toda generalización siempre se presta inevitablemente a que sus argumentos hagan aguas, no será esta, desde luego, una excepción. Pero lo cierto es que, tanto entre integrantes del gremio periodístico (vicio no exclusivo del sector, ojo, que la autoflagelación tiene sus límites) como entre los aficionados más obsesivos (eso que los anglosajones llaman «die-hard fans»), impera un juicio, diríamos desde esta tribuna que sobreestimado, sobre la huella que en nuestro disco duro cerebral imprime el impacto de trabajos que, precisamente por ser (o perfilarse como) primerizos, acaban dejando un poso emocional nunca superado por sus secuelas. Y si estamos dispuestos a establecer una relación directa, en muchos casos, entre ese poso emocional y su evaluación crítica, acabaremos recurriendo a aquello de que “el primer corte es el más profundo”, que decía el clásico. Se impone la sensación del descubrimiento sobre el disfrute de la maceración de un proyecto. Y muchas veces bajo ese halo de engañoso elitismo según el cual el deleite en las propuestas aún en vías de divulgación es mucho más cool, exclusivo y placentero que la celebración de su entronización popular, aunque esta venga avalada por cumbres creativas que no deberían admitir demasiada controversia. El síndrome del “yo ya les conocía antes”, “los primeros eran mejores” y tantas coletillas recurrentes.

Por explicarnos en román paladino: ¿cuántas veces habremos oído glosar las excelencias de «Rumours» (1977) hasta acabar opacando las virtudes del mucho más completo «Tusk» (1979), ambas emblemáticas obras de los Fleetwood Mac de la etapa Lindsey Buckingham/Stevie Nicks? Sí, cierto es que aquel fue un bombazo comercial (y que ya había un disco previo con esa formación, ya dijimos que este texto no sortearía varias contradicciones), pero precisamente por eso, su onda expansiva acabó oscureciendo los logros de este. Llegó antes y, por lo tanto, contó con ventaja. Como «Born to run» (1975) respecto a «Darkness on the edge of town» (1978), de Springsteen.

Pero si nos abstraemos de los estragos del factor sorpresa que deparan esos trabajos emergentes, podremos convenir que el mundo está plagado de discos de madurez que nunca han sido suficientemente ponderados. ¿Es realmente más determinante cualquiera de los hipnotizantes y obsesivos primeros álbumes de The Cure a principios de los ochenta que el catedralicio “Disintegration» (1989)? ¿Admiten más lecturas los fieros primeros discos de Nick Cave & The Bad Seeds que obras de plenitud tan pletóricas como «No more shall we part» (2001) o «Abattoir blues/The lyre of Orpheus» (2004)? ¿De verdad es mejor disco «Daydream nation» (1988) que «Dirty» (1992), ambos opus totémicos de Sonic Youth? ¿»New day rising» (1985) mejor que «Candy apple grey» (1986), ambos de Hüsker Dü? ¿Puede la brutal aspereza del «Surfer rosa» (1988) de los Pixies ensombrecer el perfecto acabado del magno «Doolittle» (1989), como sostienen algunos? ¿Es el seminal «Bug» (1988) de Dinosaur Jr. más completo e inspirado que aquel «Where you been» (93) que entronizó a J Mascis como el Neil Young de la generación noise? ¿No fue excesiva la sombra que el laureado «Nevermind» (1991) de Nirvana proyectó sobre el mucho más crudo y desgarrado «In utero» (1993)? ¿Hay quien puede sostener sin sonrojarse que «The Smiths» (1984) es el mejor trabajo de Morrissey/Marr, por delante incluso de «The queen is dead» (1986)?  ¿Justifica el prodigioso trayecto de R.E.M. en la década de los ochenta que haya quien se olvide de que «Automatic for the people» (1992) fue la cristalización definitiva, con la mediana edad en el horizonte, de todas las pulsiones que Michael Stipe y los suyos habían ido modulando hasta entonces? ¿Aceptamos Ibiza y el influjo del acid house como determinantes animales de compañía para negar que «Technique» (1989) es el mejor disco de New Order, pese a los también grandiosos (pero irremediablemente imperfectos, en comparación) precedentes? ¿No están «New York» y «Freedom», ambos también de 1989, a la altura de lo mejor que nunca hayan facturado Lou Reed y Neil Young desde sus respectivas atalayas creativas? Y sin cambiar de año,  ¿qué decir del completísimo e inagotable «Spike», de Elvis Costello, cuyo modus operandi reivindica el propio compositor británico como precedente necesario de trabajos como su reciente álbum junto a The Roots?

Quizá el matiz resida muchas veces en su proyección en el tiempo: no siempre los trabajos más influyentes de un creador se corresponden con su obra definitiva. Porque también es más sencillo imitar el canon que reproducir la hondura de álbumes en los que los códigos genéricos se diluyen (o se entreveran) en favor de una insobornable madurez. Como los buenos vinos, mejorar con los años suele estar al alcance de los más grandes.

En fin, que el tema no deja de ser espinoso. Y podríamos alargar cualquiera de estas pajas mentales en formato socrático hasta el infinito, y lo peor de todo es que han sido precisamente estos últimos doce o trece años los que le han hecho un favor más flaco a la tesis que desde aquí perfilamos y hasta defenderíamos con vehemencia: a ver quién es el guapo que ha tenido en los últimos tiempos la habilidad de labrarse una carrera consistente en la escena pop rock internacional desde las trincheras anglosajonas que todos conocemos. Porque vivimos inmersos en la era de los debuts deslumbrantes nunca superados (The Strokes, Franz Ferdinand, Bloc Party, Badly Drawn Boy, Black Rebel Motorcycle Club, M.I.A., Interpol, Editors, Band of Horses, The Streets, Liars, Arcade Fire y un largo etcétera), y los que ofrecen motivos ahora mismo para reforzar nuestro argumento constituyen, desgraciadamente, una  magra excepción a la regla. Una escuálida minoría, pasto de un consumo (puntuales salvedades al margen) también minoritario.

Anterior entrega de La mascarada del siglo: El pasado, bonito para visitar, malo para quedarse a vivir.

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