La mascarada del siglo: Canciones, proclamas, panfletos y bostezos

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«La articulación de un mensaje de calado social o político creíble y bien hilvanado en nuestra música popular sigue siendo una de nuestras grandes asignaturas pendientes»

 

Algunos ejemplos vistos en escena, llevan a Carlos Pérez de Ziriza a preguntarse por cómo se articulan en estos tiempos agitados las canciones con mensaje social y los discursos en escena, y si no sería mejor que cada uno se dedicara a lo que mejor sabe hacer.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (Twitter: @cpziriza).

 

 

Un viernes cualquiera en una sala cualquiera de la ciudad de Valencia. Una veterana banda madrileña de trashcore llama a la revolución. Invoca la toma de las calles, al grito de “no nos van a quitar la calle, porque se la vamos a volar, y a tomar por culo”. Más tarde rinden sus particulares honores al tradicional ‘A la huelga’, de Chicho Sánchez Ferlosio, antes de despedirse. Sobre el mismo escenario, una banda del furgón de cola de la Barcelona mestiza les toma el relevo abogando por la recuperación de la memoria histórica, denunciando que “esta democracia es una estafa” y recordando la torpe extralimitación de funciones de aquellos mossos d’esquadra que dejaron sin un ojo a la ciudadana Ester Quintana en noviembre del año pasado, tras propinarle un pelotazo de goma en el transcurso de una manifestación con motivo de la huelga general en Barcelona. Rematan la denuncia a ritmo de ska, convirtiendo la sala en una enorme pista de baile, una jarana colectiva de «festa major». Cabe preguntarse si esa tesitura es la más adecuada para abordar un tema tan delicado, y si la afectada comulgaría con el trote festivo que la concurrencia emprende despreocupadamente al socaire de un tema cuya ejecución partía directamente del desgraciado accidente que le cambió la vida. Poco importa: para la banda en cuestión, nada ha cambiado desde los tiempos de la dictadura, motivo más que suficiente para rematar su concierto con una versión de ‘L’estaca’ tan pachanguera que serviría como poco sofisticado método de tortura si el propio Lluís Llach se viera obligado a escucharla con unos auriculares a todo volumen. A su lado, el sarcasmo de las verdaderas estrellas de la noche (otrora banda de cabecera de las películas de Álex de La Iglesia), que son quienes les suceden en escena, podría pasar como legatario de Voltaire. Porque España, efectivamente, es irremediablemente idiota. Y ellos no han hecho más que recordárnoslo.

Otro sábado cualquiera de este mismo año, un músico vasco de trayectoria irrebatible y solvencia más que contrastada celebraba sus treinta años de carrera en una localidad de la periferia valenciana, una de las pocas que aún escapan al poder popular y mantienen su ayuntamiento en manos de la izquierda (no solo nominal). El concierto viene precedido por el linchamiento mediático que un conocido diario de la capital valenciana, santo y seña del regionalismo cateto, acomplejado y servil, emprende contra el artista en cuestión por la tradicional tergiversación que determinados medios e instituciones públicas hacen de sus motivaciones ideológicas desde hace años. Nada que nuestro hombre no haya sufrido ya en la última década. El concierto se desarrolla con la normalidad acostumbrada, una torrencial lección de rock mestizo, multicultural e internacionalista. Pero sus exhibiciones de músculo reivindicativo (el problema palestino o el lamentable asesinato de un joven nacionalista valenciano a manos de un neofascista hace más de veinte años son algunos de los temas con los que sazona sus intervenciones entre canción y canción) es saludado con abundantes banderas esteladas, alguna pancarta en favor del acercamiento de reclusos y gritos por la independencia. Se puede entender el factor acción-reacción ante el opresivo clima de opinión que la Brunete mediática genera cada vez que entiende que su unidad de destino en lo universal se resquebraja, pero uno no puede más que sentir cierta incomodidad ante una exhibición de vigor identitario que seguramente tenga mejores momentos y lugares en los que mostrar su fuerza. El concierto, musicalmente arrollador, no necesitaba el menor refuerzo social o políticamente vindicativo. Entre otras cosas, porque el mensaje inherente a sus canciones ya explicita todo lo que tiene que decir, y lo hace de forma estupenda. Pero el músico (quizá sin pretenderlo) también ha contribuido a avivar un fuego cuyo fulgor no hace más que engrandecer a unos antagonistas cuya indigencia y cerrazón intelectual no merecían tanto vigor en la respuesta.

Los ejemplos podrían seguir, desde cualquier punto de nuestra geografía y con multiplicidad de matices, porque no creemos errar si decimos que las reivindicaciones sociales o políticas, algunas de ellas quizá ahora más pertinentes que nunca, muchas veces resultan contraproducentes cuando son abordadas desde el escenario por el 99 % de los músicos de este país. Alguien nos recordó hace poco la Teoría de los Rendimientos Decrecientes, aquella según la cual se obtendrá menos producción adicional a medida que se añadan cantidades adicionales de un «input» manteniendo el resto de factores constantes. Aplicándola a nuestro tema, podríamos decir que la obcecada repetición de ciertas proclamas, a modo de latiguillo, no hace más que reducir el impacto de las mismas. Cada vez que un músico invoca la necesidad de montar una revolución, es para echarse a temblar (o a bostezar). La trivialización, la polarización de argumentos (si los hay, en el mejor de los casos) y la crítica de trazo grueso sin propuestas alternativas a la vista campan a sus anchas, y eso es algo que ni siquiera el 15-M contribuyó a afinar, excepción hecha de algunas iniciativas (Fundación Robo y sus loables pero discutibles métodos, así como propuestas modestas y menos articuladas que operan desde todos los rincones del Estado) que están haciendo lo posible por modular un mensaje que, en la mayoría de los casos, se pierde en el éter por ineficaz. Quizá solo sea eso, un problema de modulación. De dosificación. O incluso de cortar amarras con la tradición panfletaria que, en mayor o menor medida (rock urbano, rock radical vasco, modelos cantautoriles de la transición) hemos venido heredando a lo largo de un periodo democrático tan corto si lo comparamos con el recorrido por nuestros vecinos. Pero la articulación de un mensaje de calado social o político consistente y bien hilvanado en nuestra música pop(ular) sigue siendo una de nuestras grandes asignaturas pendientes. Y si no somos capaces de modularlo, mejor sería olvidarse de cansinos sucedáneos y dedicarse simplemente a lo que uno mejor sepa hacer. Música, en este caso. Y en beneficio de todos, que decían aquellos.

Anterior entrega de La mascarada del siglo: Discos iniciáticos vs discos de madurez.

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