La ley Sinde no es la solución

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pirata-21-12-10

«Son los creadores los únicos que pueden decidir cómo quieren que se comercialice o distribuya su obra, ellos son los únicos propietarios de sus creaciones y nadie más que ellos pueden optar por la difusión gratuita. Pero aquí estamos, discutiendo si es justo que alguien pueda descargarse una película, un disco, un videojuego o un libro por la cara»

Ante la probable aprobación hoy de la ley antidescargas (la ley Sinde, incluida en la ley de economía sostenible), Juan Puchades reflexiona sobre ésta y la situación de los creadores y los sectores implicados en la difusión de los bienes culturales.


Texto: JUAN PUCHADES.


Malos tiempos para los sectores culturales afectados por la piratería en internet, la llamada industria de contenidos: Si la ley antidescargas diseñada por el gobierno tiene mucho de parche y su utilidad es muy cuestionable –pues no ataca el fondo del problema: al individuo que descarga–, y si como anunciaba ayer El País hoy se va a tratar de suavizar en el Congreso porque Zapatero no está dispuesto a que le explote un nuevo conflicto, ahora protagonizado por internautas soliviantados, parece que el futuro para los creadores seguirá siendo negro, o gris oscuro en el mejor de los casos.

La situación actual es disparatada, con usuarios de internet proclamando sus derechos (a descargar de forma gratuita todo aquello que sea susceptible de ser transferido por la red) y ejerciendo presión para que su punto de vista sea tenido en cuenta. Tan delirante deriva surge de una concatenación de errores históricos de las industrias de la cultura y el entretenimiento (empezando por la del disco como primera afectada, siguiendo por la audiovisual, la de los videojuegos y ahora la del libro), que, en su día (hace ocho o diez años), fueron incapaces de interpretar lo que se les venía encima y actuar con rapidez antes de que la bola de nieve se deslizara ladera abajo y llegara a este punto, en el que la piratería ha alcanzado unas cifras alarmantes, más propias del tercer mundo que de un país desarrollado y culto; y no vale buscar justificaciones en la patraña de la picaresca hispana.

Detrás de este debate subyace algo que, para cualquiera con un mínimo de sentido común, resulta incuestionable: Son los creadores los únicos que pueden decidir cómo quieren que se comercialice o distribuya su obra, ellos son los únicos propietarios de sus creaciones y nadie más que ellos pueden optar por la difusión gratuita. Que terceros, por muy numerosos o vociferantes que sean, pretendan decidir sobre el fruto de creaciones ajenas, sería como si el común de los mortales quisiéramos imponer el precio al que se debe ofrecer cualquier servicio o producto, o decidir los sueldos que tiene que cobrar cualquier trabajador (y una creación es el trabajo de aquel que la ha creado). Algo tan delirante que ni nos lo planteamos. Pero aquí estamos, discutiendo si es justo que alguien pueda descargarse una película, un disco, un videojuego o un libro por la cara.

En el centro del conflicto, aunque muchas veces oculta por el ruido de fondo, está la ley de propiedad intelectual, que permite la copia privada sin ánimo de lucro y que el gobierno no se atreve a modificar. Ley totalmente obsoleta y de redacción ambigua que deriva de los tiempos en los que las posibles copias privadas se realizaban de una en una mediante sistemas analógicos, y que hoy se demuestra caduca cuando (al no haberse actualizado con criterio en 2006) por copia privada se puede entender que uno suba a la red una creación protegida por derechos de autor y pueda ser compartida gratuitamente por miles, millones de personas… ¡¿De verdad que debemos entender por tal la copia privada?! La lógica indica que no, sin embargo lo confuso de la legislación, y lo hemos visto en algunas resoluciones judiciales, provoca interpretaciones contrarias.

Es esa ley la que tendría que ser modifica y actualizada, y la que haría innecesaria la aprobación de la de economía sostenible —conocida en el apartado que nos trae aquí como «ley Sinde», que permitirá el cierre de webs–, o cualquier otra similar: Si la copia privada se limitara realmente al uso individual, fijando detalladamente sus fronteras presentes y futuras y se considerara delito cualquier forma de transmisión a terceros, señalando explícitamente a la circulación por internet, esta nueva ley resultaría prescindible. Y no hay que rasgarse las vestiduras: En Inglaterra, por ejemplo, el derecho a la copia privada, simplemente, no existe.

Provoca bastante risa –incluso vergüenza ajena– cuando los defensores del todo gratis en internet, claman por su derecho al acceso a la cultura y son capaces de organizar todo tipo de movilizaciones y, sin embargo, no parecen tan combativos cuando se trata de asumir recortes de derechos sociales, como la ampliación de la edad de jubilación a los 67 o los años cotizados para acceder a una pensión, el recorte de sueldos o los contratos basura en aras de la delicada situación económica. Ni hablar de defender el derecho al trabajo o a una vivienda digna. Tampoco les vemos levantar la voz por el acceso gratuito a los alimentos, el vestido, el agua, la electricidad o el transporte… ¡Sólo quieren cultura gratis! Ni tan siquiera abogan por una conexión gratuita a internet… lo cual resulta altamente sospechoso: no tienen problema en pagar las tarifas de las operadoras, pero les molesta hacerlo por la obra de los creadores… ¡Ah! Qué mundo maravilloso hemos construido, en el que las grandes corporaciones nos parecen estupendas y un creador el enemigo a abatir (eso sí, estamos encantados de disfrutar de su creación). ¿No estarán detrás de estas campañas –oímos preguntar en ocasiones– esas mismas operadoras? No, seguro que no, ¡no seamos malpensados!

Uno de los argumentos más empleados para defender la cultura gratuita en internet es que el modelo comercial ha cambiado pero que los editores y creadores no quieren verlo y son incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos. Pero, ¡¿a qué van a adaptarse, si con la piratería no hay negocio?!

Que los músicos vivan del directo, es otra de las consignas más difundidas y, sin embargo, en los últimos años los conciertos también se han retraído y muchas giras de artistas españoles se han reducido drásticamente (y ha proliferado la suspensión de actuaciones ante la escasa venta de entradas). Por tanto, la teoría de que el acceso gratuito a las grabaciones permite una mayor difusión y atrae público a los directos, deviene falsa. A lo que cabría preguntarse si los cineastas, los creadores de videojuegos, los guionistas de series televisivas, los actores o los escritores, ¿también van a vivir de «tocar» en directo?

Desde luego la SGAE y su lamentable política de comunicación tampoco ha contribuido a aliviar el debate, y el canon –justificable en tiempos de cintas de casetes y vhs, cuando el 98% de su uso era muy evidente– resulta bastante cuestionable cuando los soportes informáticos sirven para infinidad de fines y no sólo para copiar obras protegidas por derechos de autor. Precisamente, el canon generó tal malestar social que muchos quisieron ver en él la vía que permitía la descarga a mansalva: Si cada vez que compro un CD, un reproductor de mp3, un ordenador o una cámara de fotos, pago el canon, tengo derecho a descargar lo que crea oportuno pues ya he pagado por ello. El canon degeneró, de este modo, en una solución perversa que, el tiempo lo ha demostrado, ha explotado en la cara de quienes lo idearon. Sería deseable, por tanto, su inmediata supresión.

La teoría de que internet permitiría democratizar la música y que cualquiera con talento tendría su oportunidad de trascender y destacar, es, ya lo vemos, una falacia más. ¿Cuántos grupos surgidos desde internet conocemos o funcionan con normalidad en el circuito profesional? Al final, el papel del editor, como intermediario entre el creador y el destinatario de la creación, resulta imprescindible, su función de filtro es fundamental: la oferta no puede ser infinita, pues la demanda no lo es. Además, los medios –que también ejercen de eslabón entre la creación y el «consumidor», como un segundo filtro– no pueden rastrear sonidos en las sobredimensionadas entrañas de la red. Sencillamente, no hay tiempo para ello. Y el boca-oído –hoy el mail-a-mail– parece que sólo funciona con rasgos de calidad –de cultura ni hablamos– en muy contadas ocasiones, mientras que prolifera la «boutade» hija de Youtube, el humor en vídeo casero de dos minutos. Al final, no nos engañemos, lo que el común de los mortales descarga masivamente es aquello que produce la tan odiada industria del disco, la infame televisión, las atroces productoras cinematográficas, las abusivas productoras de videojuegos… Es decir, todo aquello que previamente ha pasado por ese tan repudiado filtro con el que parece que hay que acabar.

Lo sorprendente es que, durante una década, hemos asistido impasibles a la destrucción de miles de puestos de trabajo, directos o indirectos, relacionados con la música, el cine, el vídeo, los videojuegos –y de seguir la cosa así, pronto del libro–, sin que a nadie le importe lo más mínimo. Como resultado de ello, los creadores y los agentes implicados en la difusión y comercialización de la cultura están, en estos momentos, completamente desamparados.

El presente ya es dramático, el futuro puede resultar catastrófico pues, ¿quién querrá crear si no va a obtener ningún beneficio de su obra o si ésta, incluso, le puede costar dinero? Ojalá alguien tenga el valor de afrontar el problema dejando al margen intereses electoralistas, porque la ley Sinde, tiempo al tiempo, no será la solución. Mientras, urge que absolutamente todos los sectores implicados (desde creadores a trabajadores de base, pasando por los distintos estamentos laborales de las industrias de contenidos) se unan, organicen y actúen con rapidez y con una sola voz. En defensa, esta vez sí, de la cultura. Y, dados los tiempos de contumaz crisis económica, de ese 4% del PIB que representan.

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