“La cinta blanca” (2009), de Michael Haneke

Autor:

EL CINE QUE HAY QUE VER

 

“Haneke se propone explicar el devenir de la historia europea mediante la metonimia de narrar unos hechos inventados acaecidos en un pequeño pueblo de la Alemania rural”

 

Héctor Gómez recupera “La cinta blanca”, la película que Michael Haneke realizó tras “Funny games”. Una obra maestra situada en la Alemania rural en vísperas de la Primera Guerra Mundial.

 

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“La cinta blanca” (“Das weisse band. Eine Deutsche Kindergeschichte”
Michael Haneke, 2009

 

Texto: HÉCTOR GÓMEZ.

 

¿Qué son las guerras sino la expresión exacerbada y llevada al límite de los instintos del ser humano? Desde el principio de los tiempos, todas las culturas se han dedicado a pelearse entre ellas, cuando no a pelearse contra sí mismos. No importa donde busquemos, porque siempre vamos a encontrar un patrón similar. Personas muriendo y matando bajo alguna idea o bandera que no es más que la representación descontrolada y maléfica de ese algo que ocultamos las personas en lo más profundo de nuestro ser.

Y es que todas las guerras empiezan con un individuo. O con un pequeño grupo de ellos. Individuos capaces de asumir, consciente o inconscientemente, un sentimiento de diferencia y rechazo respecto a lo ignoto, lo desconocido o lo no semejante, y sobre todo capaces de transmitir ese sentimiento –transformado en la mayoría de casos en odio visceral– a una masa que, incapaz de pensar por sí misma con un poco de sentido crítico, se deja arrastrar hacia la barbarie.

 

 

En “La cinta blanca” (“Das weisse band”, 2009), Michael Haneke explora esta idea del microcosmos como explicación de actitudes universales. El cineasta de origen austríaco sitúa la acción en la Alemania de principios del siglo XX, aunque podría haber elegido cualquier otro país y cualquier otro momento de la historia. Pero Haneke se propone explicar el devenir de la historia europea mediante la metonimia de narrar unos hechos inventados acaecidos en un pequeño pueblo de la Alemania rural. Al final de la película se hace una referencia, muy tangencial, al inicio de la Primera Guerra Mundial, justo en el momento en el que se desvela el misterio de lo sucedido durante el metraje, en un claro paralelismo entre la historia de la película y la Historia con mayúsculas.

La cinta comienza con una narración en off, al estilo de aquellos cuentos que empezaban con el érase una vez (de hecho, el subtítulo de la película –“Eine deutsche Kindergeschichte”– significa «una historia alemana de niños»), pero el propio narrador reconoce que, a pesar de vivir en ese pueblo en aquellos tiempos, no está seguro de que todo sucediera como lo está contando. Lo primero que vemos es el accidente del médico del pueblo (Rainer Bock), que cae de su caballo después de tropezar con un cable que alguien había colocado entre dos árboles, con el claro propósito de herirle gravemente o incluso de matarlo. A partir de entonces se sucede una serie de hechos desgraciados que conmocionan a ese tranquilo pueblo de granjeros, donde nadie encuentra a los culpables pese a que se sospecha de todo el mundo. Los terribles sucesos que tienen lugar en el pueblo parecen tener un punto en común: el castigo ritual. Las víctimas no se escogen al azar, sino que parecen elegidas para castigar algún tipo de pecado.

 

 

 

Haneke es un auténtico maestro a la hora de recrearse en el lado más salvaje de la condición humana. La mayoría de sus películas reflejan la manifestación más animal del subsconsciente, siempre de una forma distante y metódica (precisamente esa distancia se consigue en este filme gracias al uso del blanco y negro en la fotografía y la ausencia de música). Sus películas son violentas –“La cinta blanca” no llega al nivel de sadismo de, por ejemplo, “Funny games” (1997), aunque su violencia está más en las implicaciones sociales de su discurso–, pero no hacen sino poner de manifiesto un aspecto de nuestra condición que nos es inherente, como la historia se ha encargado de demostrar. En esta película los niños (auténticos protagonistas, y en cierta manera perversa, víctimas) son educados en una sociedad todavía descaradamente clasista. El pueblo está regido por un barón (Ulrich Tukur), auténtico dominador de la vida de sus habitantes al más puro estilo de la sociedad medieval. Además, la formación que reciben los niños protagonistas, hijos del pastor del pueblo, no puede ser más represiva e intolerante. El pastor (magníficamente interpretado por Burghart Klaussner) predica una educación basada en el miedo, la humillación y el sentimiento de culpa. Unos ingredientes que calan poco a poco en el intelecto aún por desarrollar de los jóvenes y se transforman, en un giro perfectamente siniestro, en su reverso más tenebroso.

Las desigualdades sociales, y sobre todo la imposición de una moral férrea y anuladora de la libertad individual por parte del poder espiritual son el caldo de cultivo que genera los acontecimientos que tienen lugar durante la película, y que de soslayo explican el porqué del comportamiento de la sociedad europea en la primera mitad del sangriento siglo XX. Michael Haneke retrata a la perfección este germen de la maldad, capaz de manifestarse en el sitio y en las personas más inesperadas.

 

 

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Solaris” (1972), de Andrei Tarkovski.

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