“Jason Bourne”, de Paul Greengrass

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CINE

 

 

 Se mantiene firme en las señas de identidad que han acompañado al personaje en sus mejores episodios y se propone como experiencia intensa y de ritmo inagotable que lanza dos órdagos a la grande en la esfera del diseño de la acción

 

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“Jason Bourne”
Paul Greengrass, 2016

 

Texto: JORDI REVERT.

 

En plena fase de agotamiento de la etapa de Pierce Brosnan como James Bond, la aparición de Jason Bourne como modelo alternativo para el cine de acción puso patas arriba el universo del agente 007. “El caso Bourne” (“The Bourne identity”, 2002) recuperaba el personaje de las novelas de Robert Ludlum y lo proponía como antítesis a la criatura de Ian Fleming: ausencia de identidad, ausencia de hedonismo y ausencia de una fantasía masculina con coches caros, chicas seductoras y limpias aventuras por todo el globo. Bourne se convirtió, casi desde su nacimiento, en un síntoma del mundo contemporáneo, en el que la identidad era una quimera y su búsqueda una lucha a menudo infructuosa contra el poder y las instituciones que abusan de él.

La fórmula Bourne, ya lo sabemos, resultó decisiva en el viraje realizado por la saga Bond al incorporar a Daniel Craig. Pero más interesante si cabe resulta la rivalidad en la que ambas franquicias se embarcaron en el terreno de la arquitectura de la acción, una carrera en la que la creatividad y la complejidad técnica de la set piece ganó muchos enteros y dio como resultado espectaculares cumbres del género. Del lado de Bourne, la llegada de Paul Greengrass junto a su director de segunda unidad y coordinador de especialistas Dan Bradley fue determinante. Greengrass aportaba la necesaria consciencia del contexto que exigía la evolución del personaje, y Bradley revolucionó el modo de rodar la acción hasta alcanzar su clímax en “El ultimátum de Bourne” (“The Bourne ultimátum”, Greengrass, 2007) en secuencias como la persecución de Tánger o la orgía de destrucción automovilística en Nueva York.

Varios años y un desvío después –“El legado de Bourne” (“The Bourne legacy”, Tony Gilroy, 2012), auspiciada por un Frank Marshall negándose a una conclusión de la saga, delegando la dirección en el guionista Tony Gilroy y transfiriendo el carisma hacia un Jeremy Renner en auge–, la vuelta de Greengrass y Matt Damon han propiciado una secuela que vuelve sobre los cauces de “El mito de Bourne” (“The Bourne supremacy”, Greengrass, 2004) y “El ultimátum de Bourne”. Aunque ya sin Dan Bradley, “Jason Bourne” se mantiene firme en las señas de identidad que han acompañado al personaje en sus mejores episodios y se propone como experiencia intensa y de ritmo inagotable que lanza dos órdagos a la grande en la esfera del diseño de la acción. El primero es una secuencia en medio de una Atenas tomada por el caos, la explosión definitiva consecuente de la crisis que se postula como escenario dantesco lleno de cócteles molotov, disturbios y muertos. El segundo es una persecución automovilística en Las Vegas en la que un camión blindado provoca un asombroso reguero de daños colaterales. La primera de ellas supone un valioso apunte de hacia dónde camina la película: un relato de acción que ya conocemos pero que se readapta al contexto actual de recesión, por un lado, y de pérdida de privacidad a manos de las tecnologías de la comunicación, por otro. De hecho, quizá lo menos interesante del filme sea su excusa narrativa, una prolongación de la búsqueda de desvelamiento del pasado de protagonista que se hace extensible a la figura paterna. El contexto aquí es no solo más relevante, sino que configura la narrativa para llevarnos hasta un punto crítico que pone de relieve uno de los aspectos más fascinantes del universo Bourne: la persistencia del personaje como outsider, como agente reticente a integrarse en las instituciones, exclusivamente guiado por la –angustiosa– brújula de la identidad.

 

 

 

Anterior crítica de cine: “Berberian sound studio”, de Peter Strickland.

 

 

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