Foo Fighters y la falta de consistencia de “Concrete and gold”

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“Un loable intento por abrir nuevas vías de expresión tras tanto tiempo exprimiendo una fórmula reconocible y más que rentable”

 

Carlos Pérez de Ziriza analiza «Concrete and gold», el noveno álbum de estudio de la banda que conforman Dave Grohl, Taylor Hawkins, Nate Mendel, Chris Shiflett, Pat Smear y Rami Jaffee. Así es su regreso tras “Sonic highways”, el disco que editaron en 2014.

 

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Foo Fighters
«Concrete and gold»
RCA

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

Ofrezcámonos a los leones de buenas a primeras: la carrera de los Foo Fighters ha sido una sucesión de palos de ciego desde “The colour and the shape” (Capitol Records, 1997), con la puntual excepción del atinado repunte que supuso “Wasting light” (RCA Records, 2011). Otra cosa es que Dave Grohl sea un estupendo propagandista, o que su formación detente un directo tan hercúleo que planche cualquier arruga o masille con rotundidad cualquier fisura. Pero como decía aquel viejo anuncio de neumáticos, la potencia sin control suele servir de bien poco.

El escenario enmascara –en fin– la cruda realidad que los discos revelan. Dicho esto, este intento confeso de Dave Grohl por acercar a Motörhead al “Sgt Pepper’s”, o por sonar como si a Slayer les diera por versionar el “Pet sounds”, denota un loable intento por abrir nuevas vías de expresión tras tanto tiempo exprimiendo una fórmula reconocible y más que rentable. Lástima que el saldo vuelva a lucir desequilibrado.

La elección de Greg Kurstin (productor de Adele) para acentuar ese juego de contrastes tiene en cortes como ‘Dirty water’ una de sus plasmaciones más gráficas: soft rock de corte setentero que acaba cortocircuitado por el proverbial derroche decibélico de la banda, trabando dulzura y contundencia de forma algo aparatosa. Quizá los sueños de la razón de algunos no siempre produzcan monstruos, pero sí envarados Frankensteins. Mejor resuelta queda la apelación a la psicodelia «beatleiana» de ‘The sky is a neighbourhood’ (ojo al título, casi tan sutil a la hora de enmarcar el panteón de deidades del rock como aquel ‘God is DJ’ de Faithless), resultón cruce de lisergia y su habitual “macho rock”, o esa delicada ‘Sunday rain’ que bien podría ser la mejor melodía que han firmado en años, honrando la presencia del mismísimo Paul McCartney a las baquetas.

 

 

‘Happy ever after (Zero hour)’ refuerza esa querencia –aunque aquí con menos aristas– por releer el santo grial de finales de los sesenta, mientras ‘Make it right’ arroja el descaro de la mejor escuela glam, en una pieza que tampoco desentonaría con la rúbrica de Queens of the Stone Age. Prácticamente ahí se acaban las buenas noticias. El alto octanaje vertido en bruto de ‘La dee da’, el AOR épico marca de la casa de ‘The line’, la tibieza aleatoria de ‘Arrows’ o esa paquidérmica revisión del canon Pink Floyd que es ‘Concrete and gold’ (para eso ya tenemos a Radiohead, o hasta a The Mars Volta, si me apuran) redondean de nuevo la sensación de álbum falto de consistencia. Otro más. Como casi todo lo que han hecho en los últimos veinte años, por mucho que el escenario aplaque el disenso con su rodillo de asfalto en demostraciones de poderío, aún nutridas por las tres o cuatro nuevas aportaciones de cierto fuste que van cayendo cada tres o cuatro años.

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