El oro y el fango: Un disco para morirse

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«Obviaría esos discos que sustentados en la vanguardia me parecen muy interesantes musicalmente pero no necesariamente apasionantes: discos que uno aprecia como ejercicio intelectual y artístico pero que no son de los que ayudan a vivir (en este caso, irónicamente, el elegido tiene que ayudar a morir…). Pienso que me decantaría por los clásicos»

 

En esta entrega de «El oro y el fango», creemos entender que Juan Puchades habla del disco que le gustaría escuchar antes de morir y de la especialización del crítico musical. Pero puede que no sea precisamente eso…

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Lo recordó aquí mismo Manuel de la Fuente: José Luis Guarner, uno de los grandes de la crítica cinematográfica en España, aquejado de un cáncer, quiso ver en la que sería su última noche «Centauros del desierto». Consciente de que iba a morir, decidió que ese clásico de John Ford de parábola moral y final crepuscular, sería la última película que se echaría a los ojos. Algo así como la película definitiva. Toda una elección.

No optó Guarner por un film de, pongamos por caso, Passolini o Rosellini, a los que había dedicado tiempo en elaborar sendos estudios, tampoco de Godard o Truffaut, en la vanguardia cinematográfica cuando él se fogueaba en la crítica, no, se decantó por los clásicos, quizá por un clásico poco obvio, pero clásico a fin de cuentas, puede que una película que le impactó fuertemente en su juventud, no lo sé. Y eso me lleva a pensar, de verme en tal tesitura, ¿qué disco querría escuchar antes de abandonar este mundo? ¿Cuál querría que fuera «el último disco»?

Tratándose de un gesto absolutamente íntimo, no sería momento de echar mano del profesional de la crítica y, como Guarner en su elección cinéfila, obviaría esos discos que, sustentados en la vanguardia, me parecen muy interesantes musicalmente pero no necesariamente apasionantes: discos que uno aprecia como ejercicio intelectual y artístico pero que no son de los que ayudan a vivir (en este caso, irónicamente, el elegido tiene que ayudar a morir…) y a los que no se suele recurrir por placer. Pienso que, como él, me decantaría por los clásicos, pero, sabiéndome indeciso, la muerte podría pillarme sin haberme decidido por este o aquel (lo que podría dar lugar a una fábula de esas en las que engañas a la parca por los restos: no puedes irte sin haber escuchado el último disco perfecto; ella viene cada noche, y tú, nada, lo mismo, sin decidirte. Es una idea). Pero no, ese sería momento trascendente y habría que tomar una decisión firme y concreta: recurrir a ese disco que tú sabes que es «el disco», «tu disco». Uno de esos que te han acompañado en tantas ocasiones: un clásico no de relumbrón, sencillo, modesto, bonito, tranquilo y cálido, que a la muerte uno la imagina jodidamente gélida. No tengo mucho que pensar, está claro, ese elepé sé cuál es. No saldrá en las listas de los mejores discos de todos los tiempos, no cambió el destino de la música pop, pero, para mí, es muy grato y hermoso, y con una especial capacidad para hacerme sentir bien, como un antidepresivo (al que acudo cuando las pilas comienzan a dar señales de desgaste). Y eso es lo que importa, y más en un momento como ese. Así que la decisión está tomada.

Por asociación de ideas, lo anterior me conduce hacia esa teoría a la que tantas vueltas le damos (o deberíamos darle) los que nos dedicamos a esto de opinar de música: ¿debe el crítico estar por lo más novedoso, solo por la vanguardia y la experimentación o debe dejarse llevar por sus preferencias, instinto y apetencia? Tras mucho reflexionar sobre ello, hace tiempo llegué a la conclusión de que hay que asumir que es imposible abarcar todas las músicas (y más en estos tiempos de atomización), todos los géneros, todas las corrientes, y que lo mejor es especializarse, y eso, finalmente, lleva a posicionarte en un sitio o en otro. En tu espacio, en definitiva. En el que te sientes cómodo y controlas.

También, en esto de la música, sobre todo en el rock, donde los esquemas hace mucho que se repiten incansablemente, sucede que a uno, cruzada cierta edad vital, le cuesta sintonizar con determinadas propuestas: unas por demasiado sabidas, poco originales o aburridas (el britpop o el indie hispano de las últimas dos décadas, por poner ejemplos concretos; aunque entiendo que haya compañeros a los que les pongan mucho), otras por falta de conexión generacional (a veces cuesta horrores conectar con algunos de los intereses vitales y/o artísticos de quien tiene treinta años menos que tú, y es hasta natural y razonable) u otras porque, te pongas como te pongas, no hay manera de que sintonices con ellas, te irritan o te dejan frío (Animal Collective, supongamos): eso no es lo tuyo, y ya, no pasa nada, prefieres dedicar tu tiempo y energía a otras propuestas que te resultan más estimulantes y satisfactorias. Por otra parte, el crítico, de rock o de música popular, también tiene la necesidad, como cualquier humano, de envejecer con una cierta dignidad y sentido, y no necesariamente debe de estar buscando la fuente de la eterna juventud sonora, que para cubrir ese espacio, ya hay nuevas generaciones detrás. Por ello, lo dicho, la especialización es un buen refugio, un excelente lugar desde el que realizar tu trabajo. Aunque esta es, evidentemente, opinión y opción personal, y las de los demás me parecen igual de válidas.

Al final, me doy cuenta, conecto con una cierta manera de hacer las cosas, y aun entendiendo otras formas y propuestas, creo que en estos momentos lo que busco es aquello que, abiertamente, me satisfaga. La vanguardia o la experimentación, incluso perseguir y analizar el último «hype», está muy bien si eso es lo que buscas, pero si prefieres aproximarte al hecho musical de otro modo, y si te interesan propuestas asentadas sobre esquemas clásicos (¡manidos incluso!) adelante con ellas, que ahí también se desarrollan formas creativas, y lo más importante: próximas a tu manera de sentir emocionalmente la música. Y la música, en el fondo, es tan inexplicable como el porqué una canción escuchada aleatoriamente y por vez primera nos gusta y otra no. Hay, obviamente, cultura, educación y formación alrededor de nuestras preferencias artísticas, por tanto una sensibilidad alimentada y desarrollada, pero también influyen factores indeterminados que tienen que ver con estómago, sistema nervioso, adn o quién sabe qué. Eso que, de pronto, te engancha con una melodía (por ridícula u obtusa que pueda ser, y por consciente de ello que seas) de manera espontánea, sin mayores explicaciones, sin condicionantes de ningún tipo: eso es la música en toda su pureza, aunque, en realidad, es tu yo animal ante ella. Y contra eso no puedes luchar.

A la música no le pido mucho: instantes de placer, belleza o de emoción según mi particular criterio y sensibilidad. Y eso me lleva al comienzo: puestos a elegir un disco para morir, no se alejaría demasiado de los que necesito para vivir, porque uno es, al fin, el que es y no puede ser otra cosa. Y eso es lo que mueve todo lo demás. Seas crítico musical o alfarero.

Anterior entrega de El oro y el fango: La vital recuperación histórica.

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