El oro y el fango: Ratas en la prensa musical

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«Se está golpeando al más débil. Se le está intentando sacar la pasta al propio creador. Se abusa de la necesidad más perentoria de dar a conocer la obra propia: la que se ha compuesto, se ha grabado y se ha autofinanciado como buenamente se ha podido para ponerla en la calle»

 

Con la crisis económica azotando sin clemencia, algún medio ha decidido que es el momento de cobrarle a los artistas autoeditados por publicar entrevistas o críticas de discos. Juan Puchades reflexiona alrededor de ello.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

 

Alan Freed, el locutor radiofónico que popularizó el rock and roll, acabó su carrera al reconocer que había recibido sobornos en el caso que hizo famoso el término «payola». Freed confesó haber cobrado dinero a cambio de pinchar determinados discos, pero el angelito se libró de haber obligado a algunos músicos a incluirlo como coautor de sus canciones para que estas fueran radiadas (‘Maybellene’, de Chuck Berry, fue la que más trascendió, debido a la importancia que alcanzaría Berry). Desde el caso Freed, que se vio en los tribunales en 1962, el cobro por canciones emitidas ha sido una práctica habitual que, con el tiempo, fue dejando a todo el mundo indiferente: emisoras o cadenas radiofónicas especializadas en música de todo el planeta hicieron de ello algo recurrente, facturando a las discográficas en concepto de publicidad, y aquí paz y allá gloria. Incluso algunas exigían hacerse con una parte de los derechos editoriales. Era un asunto que se circunscribía a la radio y a las llamadas listas de éxitos. Poco más.

No es un ningún secreto que la publicidad es esencial para todos los medios, especialmente los escritos. Siempre ha sido así y ahora, metidos en este agujero negro en el que todos estamos sumidos, más que nunca, que subsistir es extremadamente complicado. Tampoco a nadie se le escapa que los medios especializados en música (o en cualquier otro asunto), suelen tratar con una cierta deferencia al anunciante sectorial: si la discográfica de turno tiene a bien invertir en publicidad con determinado lanzamiento, no es raro que si este entra en los parámetros del medio, se le preste atención. Generalmente (si hablamos, por ejemplo, de un grupo debutante) se cubre el expediente con una breve entrevista, mucho más aséptica que una crítica y que no conlleva mayores implicaciones. No hay que escandalizarse, el juego es ese y nadie se ensucia demasiado: entrevistas se publican muchas y no necesitan reflejar la opinión del que la realiza. Al redactor al que le encargas el texto no tienes ni que informarle de que hay publicidad de por medio, solo tiene que hacer su trabajo con la corrección habitual.

Pero ahora, con la crisis arreciando con furor y poniendo en peligro empleos y medios, parece que algunos han decidido recurrir al sálvase quien pueda, saltarse las reglas mínimas del juego y caer en lo más rastrero. Me cuentan, y no doy crédito, de un par de cabeceras gratuitas que cuando les proponen entrevistar o criticar un nuevo disco, responden, «solo si te anuncias: 150 euros por un módulo y además tienes una entrevista y una reseña del disco». Tal cual. Pero todavía hay más: como en estos momentos el grueso de las ediciones discográficas parten de la autoedición, a quien se le hace la propuesta no es a la discográfica, sino, directamente, ¡al artista!

Es decir, se está golpeando al más débil. Se le está intentando sacar la pasta al mismo creador. Se abusa de la necesidad más perentoria de dar a conocer la obra propia: la que se ha compuesto, se ha grabado y se ha autofinanciado como buenamente se ha podido para ponerla en la calle. Imagino la sorpresa del músico al saber que, no suficiente con todo ello (o con tener que alquilar las salas donde presentarse en vivo), además, si quiere que determinados medios hablen de su disco, tiene que pagar por ello. Es como la bofetada más terrible de realidad: asumir que todo está en venta, que todo tiene un precio y que el mundo está plagado de canallas. Me viene a la memoria Bogart en «Más dura será la caída», o aquella escena desoladora en la que el protagonista de «El mismo amor, la misma lluvia», descendido ya el escalón más bajo de la degradación profesional, tras pedir una importante suma por hacerse eco del estreno de una representación teatral, quien acude a entregársela es la mujer de la que lleva años enamorado, productora de la obra.

Con toda seguridad, los responsables de los medios que actúan de este modo pensarán que hacen lo que tienen que hacer, que es de lo más natural. Es hasta probable que ni consideren censurable su actitud y seguro que no les quita el sueño. Si dudan, quizá se justifiquen en su necesidad de comer, de subsistir. Pero la verdad es que lo suyo tiene mucho de feas ratas: eso no es periodismo ni crítica musical, es algo bien distinto. Y llegados a cierto punto, si todo se ha torcido de tal modo que no hay salida, lo más digno es tirar la toalla. Abandonar. Cambiar de aires. Dedicarse a otra cosa. Que no pasa nada. Que sí, aparentemente queda muy guay entre las amistades sacar adelante una publicación musical, pero mucho más esencial es ser persona decente.

No pretendo pasar por el inocente que no soy, pero llevo muchos años (seguramente demasiados) al frente de EFE EME y he visto, oído y vivido de todo: he tenido agrias discusiones y desencuentros con disqueros, con managers e, incluso, con artistas. Sé lo difícil que es mantener el equilibrio, salvaguardar a tus redactores (que debe ser obsesión primera, respetar su necesaria independencia, que es la del medio) de los marrones (tantas veces absurdos) en los que en ocasiones te ves envuelto por las razones más inverosímiles. No es fácil manejarse en un mundo donde los intereses (artísticos y/o económicos) están constantemente encima de la mesa. Recuerdo (¡afortunadamente solo de forma muy borrosa!) una bronca monumental con un anunciante que se creía en el derecho a exigir determinada atención por haber anunciado un disco. No olvido ofertas para «comprar» la portada cuando esta publicación se editaba en papel y, con cierto humor, las rechazaba aduciendo que se habían equivocado, que ese no era un espacio publicitario, que no estaba en venta, que teníamos espacios específicos donde podían anunciarse. Rechacé ofertas de seis ceros en los días de las pesetas pero nunca vendí una portada. Nunca. Podría haber vendido, que nadie tendría por qué haberse enterado, pero entendía que las cosas no son así, que eso no tiene nada que ver con el periodismo o la deseada independencia (aunque hay medios que lo han hecho, o han negociado cambiar una portada por una campaña de cartelería con pegada callejera en distintas ciudades; o han llegado a acuerdos de todo tipo a cambio de un reportaje, incluyendo la actuación gratuita de algún grupo en la fiesta de una empresa anunciante en el medio).

Hay límites que no conviene cruzar, como hay que recordar constantemente que trabajamos para el que nos lee (pague o no por ello) y la vergüenza y la dignidad no debemos perderlas en exceso. Provoca pena y cierta repulsión ver que la gente se vende abiertamente y, para colmo, por unos pocos y miserables billetes (¡¿150 euros?! ¡Venga, chavales, ya puestos, vendeos por algo más! ¡Aprended de los grandes estafadores!). Qué triste. Va a resultar que Jaime Gonzalo tiene razón y la crítica musical acabará desapareciendo. Puede que ya lo esté haciendo, que esté viviendo su agonía y no seamos conscientes de ello, que en estos tiempos en que los principios se han volatilizado, dedicarse a esto sea una completa necedad.

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